lunes, 25 de febrero de 2008

Nunca es tarde

Nos conocimos en el día de San Valentín, a punto de despegar de Manises. Él miraba por la ventanilla, mientras yo me esforzaba por no perder el hilo de los amores de Gabriel, en los tiempos del cólera.

Se me estaban cerrando los párpados. En parte, porque había trasnochado la víspera, y en parte porque siempre me duermo en situaciones estresantes, conflictivas o desapacibles. A pesar de las muchas millas que llevo ya voladas, que un pájaro de acero me catapulte cielo arriba todavía hoy me impone un cierto respeto. Mi cerebro escapista se estaba preparando para hibernar y al final no tuve más remedio que capitular.

Me desperté con un sobresalto, en cuanto el avión se arrojó a la pista y sus reactores se pusieron a tronar en mis oídos. Fue entonces cuando César me habló por primera vez:
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"¿Te da miedo volar?"

“Sí, un poco…”


Con la bravura y licencia que dan los años, me cogió de la mano: “No tengas miedo, piensa que el piloto también quiere volver a casa”. Sí, pero digo yo que también querrían volver a casa los que se estrellaron y que, por halagüeñas que sean las estadísticas, siempre tiene que haber uno que se caiga y por qué no éste…

Aprovechando nuestro ir y venir de manos, eché un furtivo vistazo a las líneas de su palma. Aunque no creo en quiromancias, tengo esta costumbre. Escudriño las líneas de la vida de aquellos que ya tienen asegurada su longevidad, con la esperanza de encontrar una que sea tan corta como la mía (mi teoría es que, en uno de estos viajes míos, voy a terminar espichándola en el avión, y hasta tengo pensado mi epitafio: “os lo dije”).

La raya que surcaba la mano de César no sólo era larga, sino doble. Pronto entendería el porqué, pues dos vidas tiene este gato.

El siete de febrero de 1972, contando con 36 años, César volvió a nacer. Aquel día había llegado con doce minutos de retraso para embarcar en el avión que salía de Manises para Ibiza. Allí le esperaba una reunión de trabajo a la que nunca llegó. Insistió, rogó, suplicó, y hasta se puso farruco, pero de nada le sirvió. Ese día estaba destinado a perder el avión.

De vuelta a casa, llamó a su clienta: “Margarita, te llamo para avisarte de que no me esperes”. Al otro lado del auricular, un estallido de llanto, entrecortado de risas y gritos histéricos. “Margarita, Margarita, cálmate, mujer, pero ¿qué te pasa?”.

Recomponiéndose: “César, ¿pero es que no te has enterado? Tu avión se ha estrellado y han muerto todos”.

No sé cómo hubiese reaccionado yo en su lugar, probablemente igual que él: volviendo al aeropuerto para besar a todas las empleadas de Iberia que le habían cortado el paso para subirse al avión y, de paso, a cualquier azafata que se terciase en su camino también.

César no ha desaprovechado esta segunda oportunidad que le regaló la vida. Todavía hoy, con 72 años cumplidos, sangre dulce y marcapasos, sabe disfrutar de ella como pocos.

Viaja con su "abejita Maya", un Citroën 2CV de 25 tacos, que rehabilitó hace unos años. Todos los meses, se van juntos de excursión para reunirse con amigos y otros “citroënófilos” de la asociación “Club Paraguas”. Una vez al año, ponen en marcha su GPS y su emisora de radio, y se echan a las carreteras internacionales.
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Estos dos llevan ya más horas de rodaje juntos que David Hasselhoff y su coche fantástico. El año pasado, en agosto, se fueron nada menos que al mismísimo Cabo Norte ("sin ninguna visita al taller”, me comentó César orgullosamente). 
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Este año tienen planeados dos viajes. Se van primero a Dunkerque y, después, a circunvalar la bota en un “Giro” de Italia. Aún más ambicioso es su proyecto para el 2009, en el que conducirá desde París hasta Pekín, patrocinado por Citroën. La casa madre subvencionará todos los gastos: gasolina, peajes, hoteles, comida, y hasta el vuelo de regreso y repatriación de coches desde China. ¡Menudo viaje!
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Qué pena que no he conseguido convencerle para bloguear, pues seguro que a muchos nos hubiese encantado seguir sus aventurillas.
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Para saber cómo le fueron sus viajes a César, tendréis que hacer como yo: iros a comer un arrocito en su restaurante, en la Malvarrosa de Valencia. Riquísimo.
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