miércoles, 26 de marzo de 2008

Tres bodas y un divorcio

Los que bien me conocen saben que yo no soy nada marchosa, que nunca me ha gustado salir, ni siquiera en los años revoltosos de la adolescencia, y que agonizo de aburrimiento en las fiestas y demás eventos gregarios. Dentro de esta categoría, sin ánimo de ofender a nadie, le tengo especial tirria a las bodas. A riesgo de que me acuséis de bicho raro, os diré que éstas me agobian tanto que antes prefiero los funerales, únicas ocasiones sociales en las que no procede pretender estar pasándoselo uno estupendamente.

Últimamente, el Junior y yo estamos hablando mucho de bodas. No, no os vayáis a hacer ilusiones prematuras a estas horas. No estamos aún metidos en ese ruedo, las nuestras son sólo pláticas desde la barrera de lo abstracto y conceptual.

Hace un par de días, leíamos un post sobre el despilfarro que hoy en día supone casarse: “Las bodas cuestan en España una media de 20.805 euros” (cifras de la Federación de Usuarios y Consumidores Independientes). Por lo visto, la palma del fasto se la lleva Madrid (24.115 euros), seguida de cerca por mi Comunidad Valenciana (23.759) y La Rioja (23.405).

El banquete suele ser el plato fuerte de la factura (un 50%), donde cada cubierto cuesta entre 55 y 120 euros. El traje de novia, accesorios y peinado suele ascender a más de 2.000 euros, mientras que el novio se gasta entre 500 y 1.230. El reportaje fotográfico oscila entre 900 y 1.500 euros. Detalles como las arras, alianzas, invitaciones, flores y música, cuestan entre 2.130 y 4.260 euros. La noche de bodas suma entre 100 y 250 euros, gasto al que se añade la luna de miel. El coste del viaje de novios claramente depende del destino elegido, aunque el artículo asegura que difícilmente baja de 2.500 euros por pareja.

En fin, que muchas parejas empiezan su matrimonio fulminándose el patrimonio. Y ni siquiera eso es lo más triste, sino pensar que uno de cada tres de estos matrimonios acabará añadiéndole un divorcio a la minuta.

Afortunadamente, algunas parejas recurren a alternativas originales para celebrar su compromiso. Tengo un ejemplo reciente, la boda de mi amiga Sophie.
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La boda de Sophie y Bryan

Fui a cenar a su casa la semana pasada y, nada más tenderme el álbum de fotos, supe que había sido una boda especial. El álbum no era de esos que pesan una tonelada y vienen encajetados dentro de un forro de seda blanco. Era un álbum convencional, mono pero normalito, con tapas de papel maché y estampado floral. Por si no me había quedado claro, Sophie enseguida despejó cualquier duda que pudiese albergar en mi silencio: “No hicimos un reportaje profesional” – y añadió - “las fotos nos las hizo un amigo al que se le da bien la fotografía”.

La verdad es que las fotos resultaban entretenidas y poco convencionales. En una de ellas aparecía Sophie jugando al rugbi (una de las aficiones deportivas de la pareja) después de la ceremonia, vistiendo aún su traje de novia azul turquesa.

Bryan y sus cuatro hermanos, venidos de Australia

Se casaron el pasado seis de octubre, apenas cuatro meses después de la pedida, y todos los detalles se resolvieron con medios caseros. Les casó la alcaldesa del pueblo de ella, en Chalon-sur-Saône (Francia). Los invitados fueron 25, familiares de primera línea e íntimos amigos. El convite se celebró en un pequeño “château” que alquilaron para la ocasión, para que todos se pudiesen alojar en la misma casona. La cena fue preparada por los propietarios de la misma, salvo por el pastel, que fue encargado a una “pâtisserie” local. Nada de un pastel amerengado con más pisos que el “Empire State Building”, sino un clásico de chocolate negro, con un hilo de chocolate blanco para trazar los nombres de la pareja. El baile que siguió a la cena tenía más de fiestecilla en el comedor de casa, con el amigo de turno pinchando discos, que de gala nupcial con orquesta.

“La de Sophie me ha parecido una boda genial”, le dije como conclusión semifinal a mi Juni, que acababa de escuchar estoico todo lo de más arriba. Durante mi monólogo, advertí que su tez de rubillo había declinado hacia un tono más albino, pero como las leves e intermitentes contracciones y dilataciones de sus pupilas aún denotaban la existencia de algunas constantes vitales, seguí hablando.

“Pues yo, para mi boda, quisiera algo así. Vincent y Andreas, que son fotógrafos semiprofesionales se encargarían del reportaje, y tu amigo Costales se podría ocupar de la música. O, mejor aún, como estaríamos en la India, igual se podría pagar a una orquesta local que tocara la flauta, el tambor y la cítara, marcando un ambientillo “bollywoodiano”. Como traje de novia me enroscaría un sari blanco, para alianzas tendríamos ya las de mi abuela y de tu padre, el convite nos saldría tirado de precio y se podría hacer al aire libre, entre cocoteros, junto al lago de la escuela. Podríamos ofrecer los regalos como donativo a un orfanato y, para el viaje de novios, nos bastaría con cruzar el estrecho que nos separa de Sri Lanka… ¿Qué te parece?”.
 
Tras unos minutos de silencio, que no creo se debieran tanto a la reflexión cuanto a la necesidad de esperar a que el riego sanguíneo se redirigiese y redistribuyera desde los músculos vastos y abductores de las piernas, órganos primarios de la huída, al cerebro y epidermis, me espetó: “Pues a mí, la boda de Sophie me parece más bien cutre”.

Cualquier hombre que escuche a su novia decir que no quiere dilapidar todos los ahorros en la boda, se pondría a aplaudir. Pero Junior es especial.

“Yo quiero casarme en la basílica de Covadonga y por todo lo alto”, me suelta. 

La boda de Junior

Cierro los ojos e intento visualizarlo. La lluvia de arroz y el orvallo. El corsé que me impide respirar. Una hilera de señoras que desconozco, haciendo cola para dejarme las mejillas marcadas de carmín y taladrándome el oído con lo guapa que estoy. El local lleno de humo y los gritos de que se besen. El paseo obligatorio por las mesas, saludando y agradeciendo su presencia a tropecientos invitados, mientras intento descifrar por sus acentos de qué parte vienen, si de Asturias o de la mía. No poder sentarme a gusto en la taza del váter por los tules, las gasas y el cancán. No poder escaquearme disimuladamente de la fiesta. Y pensar que he dilapidado en el bodorrio el presupuesto de cien viajes, vendiéndole encima mi alma al diablo por casarme en una iglesia con la que llevo años sin comulgar (cualquier día de estos escribo una carta al vaticano para darme de baja y así nos dejamos ya del todo de hipocresías).

No, no, no, no, no, no, no.

No cambio de idea. Yo me pido una boda Bollywood. Quien bien me quiera, ¡venga a la India! ;o)
Mi boda bollywood

Nota para Juni: chaval, me da a mí en la nariz que me estás vacilando… eso de que quieras casarte en una basílica para la que hay, por lo menos, tres años de lista de espera y, para más inri, con toda la pompa y alto copete, pese a las penurias de nuestras cuentas, no sé yo, como que me huele a chamusquina…

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