jueves, 12 de junio de 2008

Adiós Bogotá

No hay como el rugir de reactores para quitarse de encima el acumulado lastre, ese exceso de bagaje emocional que uno no desearía llevarse consigo a ninguna parte, ni mucho menos tener que declarar a nadie.


El secreto está en cerrar los ojos y en no volver a abrirlos hasta bien sobrepasados los cuatro mil pies. Mientras el avión se proyecta a más de trescientos kilómetros hora sobre la pista de despegue, te visualizas a ti mismo ahí sentado y atrás dejando tu riego de pesares. Como hojas de un cuaderno que el viento arranca, retuerce y distancia, al deseado olvido vuelan tus sutiles derrotas, tus soledades, el sabor agriamargo que en tu boca dejaron palabras mal dichas o mal entendidas, tus fantasías llameantes o extintas.

Claro que yo no supe resistirme. Tuve que mirar atrás. O mejor dicho, por encima del hombro de Leonardo, que para entonces no se llamaba Leonardo ni con ningún otro nombre para mí. Alcancé a verla una última vez, vestida para la noche con su traje de luces. Respiré hondo y al exhalar se hizo audible mi pensamiento.


Leonardo, que seguía dándome la espalda, se sintió obligado a romper su ensismamiento, correspondiendo a mi pensar con el suyo, tan ajeno. "Qué grande es, ¿verdad?"
Co
ntesté afirmativamente, aunque yo no estaba pensando en la grandeza de Bogotá, sino en todo lo contrario más bien. Mi mirada se había clavado en un solo punto, un punto de luz único, individual, ínfimo y finito. Hasta que una nube lo borró de mi vista, para siempre, en un instante. En la cueva de mis adentros, resonó el eco de mis palabras recién pronunciadas

"Adiós Bogotá".

O hasta mañana, si un Dios quiere.
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