Este viernes fue uno de esos días con cebra
rosa. Para los que no hayáis leído mi otro post, lo de la “cebra rosa” es una
metáfora mía para ilustrar aquello de que no hay mal que por bien no venga.
Este fin de semana, el centro IFLaC
(Institute of Foreign Languages and Culture) en el que trabajan mis amigas “las
Anas” y con el que me veo asociada a través de mi colegio, recibía la visita de
la coordinadora del Instituto Cervantes en Delhi. Para agasajar a su invitada
de honor, el centro había organizado una gran cena, a la que una servidora
había sido invitada con casi un mes de antelación.
Teníamos cita en el restaurante a las ocho y
para las seis de la tarde, a mí ya me estaban flaqueando las ganas: más que
nada, porque me dolía la garganta y estaba cayendo un chaparrón de mil demonios.
Intenté conseguir un taxi, pero no había ninguno disponible. Así que solo me
quedaban dos opciones: pillarme un rickshaw y llegar al restaurante hecha una
sopa o quedarme en casita. Confieso que la segunda se me hacía bastante
atractiva, aunque por otro lado me apetecía ver a mis Anas y que me contaran
sus vacaciones en Goa. Como sobre las seis y media ya empezaba a menguar la
lluvia, me armé de valor y me lancé a la calle en busca de un rickshaw que no
me clavase el doble del precio normal por llevarme hasta el centro. No fue tarea
fácil: entre que ya había caído la noche, que era fin de semana, que estaba
lloviendo, que no sabía exactamente adónde me tenía que dejar el rickshaw, que ya
se me hacía tarde y que soy blanca, mi poder de negociación era bastante nulo.
Al final, conseguí pillar un auto por un sobrecargo del 60%. Un robo, pero no
me quedaba otra.
Cuando ya casi estaba llegando a mi destino,
suena mi móvil. Es Umita, la jefa del IFLaC. Me dice con tono de sentirlo muchísimo,
que se veía en la obligación de cancelar la cena porque en el último minuto la
invitada de honor había llamado para decir que estaba con “diarrea” y que prefería
no moverse del hotel. No sé a vosotros, pero a mí eso del repentino ataque de
diarrea de la coordinadora me olió bastante mal. Fuese verdad o excusa barata,
el caso es que me tuve que comer yo su marrón (pido disculpas por el humor
escatológico, que hasta a mí me ha entrado asco al escribir).
Como no me apetecía dar media vuelta y
terminar la noche con el mal sabor de boca que me iba a dejar el haberme gastado 400 rupias para que un rickshaw nos paseara a mí y a mi
constipado por la ciudad y sus atascos en una noche de lluvia, enseguida llamé
a Anaí. Ella también se acababa de enterar del plantón que nos habían metido su
jefa y la del Cervantes, y estaba casi tan flipada como yo. Menos mal que mis
niñas no me dejaron tirada y enseguida hicimos plan para cenar las tres juntas
en “The only place”, uno de mis restaurantes favoritos del centro. Como yo ya
estaba llegando, les dije que ya pillaba yo la mesa y que se diesen prisa.
.
.
El restaurante estaba medio vacío, así que en
lugar de reservar mesa decidí matar el tiempo curioseando por un mercadillo de
artesanías que habían montado en la entrada. La chica que llevaba el garito
estaba leyendo un libro y tenía aspecto de europea. Me pregunté de dónde era,
pero no me atreví a interrumpir su ensimismamiento, hasta que vi en una esquina
unos folletos de la Fundación Vicente Ferrer y ahí sí que no pude reprimir mis
ganas de entablar conversación: “Hola, ¿trabajas para la fundación?”. La chica
se llamaba Marta y, aunque era suiza, hablaba un castellano perfecto. Llevaba
tres semanas en la India, ayudando como voluntaria. Al momento se nos unió su
compañera Cristina, una mallorquina que lleva ya cosa de nueve meses trabajando
en la Fundación. Cristina es economista y está llevando un proyecto para abrir
mercado dentro de la India a los productos de su taller de mujeres, que por
cierto son unas auténticas obras de arte (ya sé dónde voy a comprar todos mis
regalitos este año).
Apenas habíamos empezado nuestro parloteo,
que llega un chico con clarísimas pintillas de español: “Hola, ¿sois españolas?”.
Se nos presentan Nacho y su novia Mónica, ambos madrileños, que decidieron
venir juntos a Bangalore cuando ella consiguió aquí una plaza como becaria.
Mientras ella hace sus prácticas, él se dedica a hacer voluntariado con
leprosos (que por lo visto abundan en los suburbios de la ciudad). Al ratito
llegan Ignaci (el jefe de Nacho), Olaia (su vecina) y María (su compañera de
piso), casi que al mismo tiempo que mis amigas. El revuelo de saludos, besos e
intercambio de números de móvil, terminó convirtiéndose en una mesa para ocho.
Entre risas y copas de vino, se me pasaron las horas sin darme ni cuenta y
hasta se me olvidaron todos mis dolores (claro que el cuerpo luego me ha pasado
factura y me he tirado el finde entre mantas y paracetamol).
La verdad, casi tengo ganas de darle las
gracias a Ana (que así se llama también la coordinadora) por sus flaquezas
gastrointestinales, porque de no ser por ellas me habría perdido una de las
mejores cenas que he tenido en mucho tiempo. Me asombra la cantidad de
españoles que viven en Bangalore: y a ellos les asombra el que yo haya podido
vivir aquí durante tanto tiempo sin toparme con ellos. Porque por lo visto, los del
viernes son solo un botón de muestra y me quedan a otros muchos por conocer.
Lo cierto es que estuve a punto de conocer a Olaia
hará cosa de un mes. Cuando Nacho nos presentó, a ella se le encendió una
lucecita y me preguntó: “¿Isabel? ¿Tú eres la famosa Isabel?”. Obviamente, no. Pero
ella siguió: “¿No serás tú la Isabel que conoce a…?”. No, seguro que no. Yo soy
la Isabel que no conoce a absolutamente nadie. Olaia estaba convencida: “¿La Isabel de Ranga
Shankara?”. Ah, pues va a ser que sí... Resulta que Olaia y su
amigo Ricardo (¡otro español en Bangalore!) fueron a ver juntos una obra de
teatro, pero llegaron tarde y no les dejaron entrar. Así que se tomaron un
refresco en la cafetería del teatro y Anju, la dueña de la cafetería y amiga de
Amjad, les dijo que conocía a una española llamada Isabel que daba clases de
español. El mes pasado, Olaia y un par de amigas fueron al teatro y esta vez no
llegaron tarde. Vieron que una extranjera se sentaba sola en la misma fila
donde estaban ellas y Olaia se preguntó si se trataría de la “famosa Isabel”.
Quiso hablar conmigo al terminar la obra, pero ya no me encontró (yo estaba en
los camerinos acompañando a Amjad y felicitando al grupo de actores). ¡Por qué
pelos me pasó de largo la ocasión de conocer a mis compatriotas!
Todo esto me resulta extraordinario,
sorprendente, desconcertante y hasta un poco, no sé cómo ponerlo, perturbador.
Durante estos dos años en los que prácticamente no he conocido a nadie que hablase
mi idioma, a menudo me he sentido más aislada que un Robinsón. Y ahora resulta
que mientras yo me pasaba los días escrutando el horizonte y partiendo cocos a
lo Tom Hanks, al otro lado de mi islote perdido ¡había un resort de cinco
estrellas sirviendo cervezas, cubatas y margaritas a una colonia de españoles!
Y no se me había ocurrido explorar esa parte de la isla. Hay que ser pardilla,
de verdad.
Ahí no acaba la historia. Ahora que empiezo a
conocer gente, me llega este anuncio a través del Facebook: “¿Quieres conocer a
otros españoles en Bangalore? ¡Apúntate a InterNations!”. Qué fuerte: y digo
yo, ¿no me podría haber llegado antes la invitación?
Pero bueno, más vale tarde que nunca. Está
visto que mi burbuja estaba destinada a reventar este año. Será por algo, digo
yo.