jueves, 2 de agosto de 2012

Happy Rakhi!

Hoy hemos estado de celebración en el colegio: la ocasión, que ni por calva ha merecido la cancelación de las clases (algo sorprendente, ya que aquí somos muy dados a saltarnos la planificación académica a la primera de cambio), se conoce como Raksha Bandhan.

Esta tradición hindú, también compartida por los sij y algunas comunidades musulmanas, se practica tanto en India como en Nepal. En este día se festejan los lazos fraternales: las hermanas atan una cuerda sagrada o rakhi a la muñeca de sus hermanos, como símbolo de su amor y de sus oraciones por sus vidas . A cambio, estos prometen protegerlas hasta el último aliento.


Me cuenta Amjad que esta costumbre tiene su origen en épocas bélicas, cuando los chicos se iban a la guerra y sus hermanas les ataban el rakhi para servirles de protección y que así volviesen sanos y salvos a sus casas. 

La mitología india está repleta de ejemplos en los que el rakhi logró salvar al hombre querido de la muerte en batalla: uno de los más ilustres y conocidos es el de Rosana, que envió una cuerda mágica al rey Porus con el ruego de que no matase a su marido, Alejandro Magno (nos situamos en el año 326 antes de Cristo, cuando este invadió la India). El rey Porus fue a la batalla con la cuerda atada a su muñeca y, al verla, recordó su promesa de no dañar al emperador. 

Afortunadamente, hoy en día nuestros chicos no se marchan a batallas campales y, a corto plazo, la única amenaza que tienen por delante es la de los parciales de septiembre. Aún así, la tradición sigue adelante, con algún que otro nuevo matiz.


El Raksha Bandhan actual se caracteriza por el intercambio de regalos. Además del rakhi, las hermanas entregan a su hermano un pequeño presente, como una caja de chocolates por ejemplo. El hermano le corresponde con un sobre lleno de dinero (me comenta un alumno que ahorran durante todo el año para este día) o con algo más personal, como un bonito sari u otra prenda de vestir. 

La evolución comercial de esta celebración también se manifiesta en los rakhi, que ya no son lo que eran. A la cuerda de algodón tradicional, sin abalorios, se han ido añadiendo adornos hasta dar con una inmensa variedad de diseños y estilos, que van de lo más tradicional a lo más vanguardista.

Uno que puede fardar de hermanas

Valga de ejemplo el de mi pequeño Shreeyas que al verme repartiendo rakhis, cruzó corriendo el comedor para que le colocara uno de los míos. Ya tenía el brazo lleno de la muñeca al codo, y se hinchaba de orgullo al enseñarme su colección: aparte de los rakhis tradicionales, tenía uno de Batman y otro, su favorito, que se iluminaba al dar un golpe seco con el brazo. Por la tarde vendrían a verle sus padres con su hermana, así que mi hombrecito estaba que se salía. La mayoría de los alumnos esperaban visita, de ahí el ambiente jubiloso.


Antes de que llegasen las hermanas de verdad, las profesoras, incluida esta servidora, dedicamos la hora del desayuno a atar cuerdecitas: no solo las que proporcionaba el colegio, sino también las que habían sido recibidas por correo de parte de las familias. 


Mientras le ataba el rakhi a Varun, uno de mis alumnos mayores de bachillerato, le pregunté que cómo pasaban el día aquellos que no tenían hermanas. Me contestó que esa situación no se daba nunca, porque en la India el que no tiene hermanas tiene primas y el que no, tías. 

"A veces", me dijo con una media sonrisa, "incluso las amigas, que no son de la familia, te regalan un rakhi, pero eso no es bueno".

"¿Por qué no?" - pregunté yo inocente.

"Porque es una indirecta: al ponerte el rakhi te está diciendo que te quiere como a un hermano y con eso ya se te fastidió el asunto, porque sabes que no vas a poder entrarle".

¡Qué gran idea!  Las posibilidades de explotación comercial son practicamente inagotables. Me imagino el eslogan: "Si te lo pide con flores, contéstale con pulsera". La de "pagafantas" que iban a lucir rakhis en mi tierra...

martes, 26 de junio de 2012

El Ferrero contra-ataca

Prosigo el relato de mi lucha contra las fuerzas ferreras del lado oscuro. 

Viernes, 22 de junio:

Me presento al Ferrero por la mañana, con mi hoja de convocatoria y un fajo de fotocopias bien ordenadas: pasaporte, prueba de domicilio, contrato de trabajo, cartas del colegio, declaración de hacienda, tarjeta de identificación fiscal, fotos... Por si las moscas, lo llevo todo por triplicado. No me he dejado nada de nada. 

Hago cola, me dan un número, espero, observo cómo una chica intenta explicarle al funcionario que no tiene hoja de convocatoria porque le ha sido imposible completar la página de registro en línea (atrapada en el bucle infinito, ¡bienvenida al club!) y cómo aquel le contesta, con voz cansina y mirada vacuna, que vuelva a intentarlo en el cíber de la esquina. Se apodera de mí un deseo de simpatizar con la novata y de compartir mi sapiencia, pero me llega el turno: el funcionario me revisa los documentos y me da luz verde para subir al primer piso, que es dónde se resuelven las vidas de los inmigrantes.

De momento, parece que todo va sobre ruedas. Pero no me confío, porque sé muy bien que estoy en una posición vulnerable. Hoy es el último día de validez de mi visado. Si se me pasa el plazo, tendré que pagar unos 30 dólares de multa. El dinero huele a sangre: despierta instintos pirañas. Seguro que encuentran alguna excusa para no concederme la prórroga. Como si lo viera. 

Tomo asiento en la fila de espera que da a la ventanilla número uno, donde se vuelven a revisar las documentaciones. Hay mucha gente esperando y no me queda muy claro el sistema de canalización para tantas esperas. Aparentemente, esto va por turnos, porque hay una pantalla y se van llamando números. Aún así, el método me resulta confuso porque solo veo una pantalla para muchas ventanillas y, como muchos estamos sentados, no está muy claro quién espera para qué. No pasa nada: estoy entrenada para situaciones como esta. Como quien va a la pescadería, pregunto quién es el último para la ventanilla uno. Nos ponemos de acuerdo sobre nuestros rangos de prevalencia y a esperar sentados.

Por fin me toca y el de la ventanilla empieza a sacarle pegas a mis papeles. Me falta una hoja con un formato especial, que sirve para declarar mi sueldo. Le hago notar que el sueldo ya viene declarado en el contrato, en la carta del colegio y en la declaración de hacienda, pero eso no ayuda. Él tiene que verlo con el formato pre-establecido: cualquier otro formato enturbia la visibilidad y hace que las cifras parezcan borrones ilegibles.

Lo preocupante es que yo no tengo esa hoja, la del formato, porque en realidad mi colegio no me considera como su empleada, sino como una consultora, por lo que no pueden rellenar el dichoso formulario (pero esto no lo puedo mencionar, claro). Por si cuela, le digo que al ser profesora de español, no recae sobre mí el requisito de ganar un mínimo de 25.000 dólares anuales (lástima, no me vendrían mal), por lo que en realidad no tengo por qué demostrar mi salario, ni con pro-forma ni sin ella. 

El hombre sigue atosigándome a preguntas. Algunas ni siquiera las entiendo: que dónde está el IT de mi organización, ¿el quééé? Como no entiendo lo que se me pide, lo intenta de otra manera. Me pregunta que si mi colegio es sin ánimo de lucro y le contesto que sí (aunque me cuesta creerlo, pero eso tampoco puedo decirlo). Por lo visto, él también tiene sus dudas: hace una llamada y frunce el ceño. Mal rollo a la vista. Por fin parece que se pone de mi parte: se le ocurre que como el año pasado ya me dieron una extensión, igual encuentran el IT ese en mi historial. Me dice que me siente y que espere. Hay esperanzas. 

No estoy sola. En la cola me he encontrado con Ignasi, un catalán con 30 años de experiencia ferrera a sus espaldas. Nos habíamos conocido unos meses atrás y hasta había estado en su casa comiendo paella. Ya es casualidad (o cosa del destino) que coincidiéramos esa mañana en el Ferrero. Fue una suerte, porque charlando, charlando, se nos hizo amena la espera.

Por fin, me llama el de la taquilla número uno. Me devuelve mis papeles con una sonrisa, restaurando así mi fe en la humanidad: un funcionario ha encontrado la manera de ayudarme, saltándose sus reglas burocráticas, y no solo eso, sino que además ha ejercitado quince músculos faciales para expresar simpatía. Casi me salta una lágrima. 

Mientras hago cola en la taquilla número dos, echo un vistazo a los comentarios que el primer funcionario ha escrito en mi expediente. No me lo puedo creer: recomienda que no me concedan la extensión de mi visado por irregularidades del contrato. Mi fe se derrumba. La sonrisa era diabólica. He dado con el puto Darth Vader de la administración pública.

El de la taquilla dos me dice que mis papeles pintan mal y que vaya a enseñárselos al de la taquilla tres. Este me cuenta lo mismo que sus predecesores: que mi contrato contiene vaguedades inadmisibles y que esas vaguedades pueden encubrir actividades para las que no estoy autorizada. Le juro y perjuro que yo solo me dedico a dar clases de español, pero nada: no le gusta que haya firmado un contrato que estipula que "las condiciones pueden cambiarse mediante acuerdo de las partes" o que "el colegio puede requerir mi ayuda para tareas razonables, como en el caso de eventos o programaciones especiales". Insisto en que no se habla de actividades estratégicas, sino de arrimar un poco el hombro cuando los niños van a hacer una representación, maquillándolos por ejemplo, o haciendo carteles para decorar la clase, o simplemente acompañándoles... Pues nada, que no hay manera. 

Le hago notar que el contrato es el mismo que el de los dos años anteriores, que lo único que cambia son las fechas y el estipendio, pero que por todo lo demás, los contratos son idénticos hasta en las comas. ¿Cómo es posible que por dos años no tuviesen problemas con mi contrato y ahora sí? Me contesta que el año pasado era el año pasado y que este año es este año. Así queda sentenciado mi destino: he de volver el lunes con el contrato corregido y pagar la multa por moratoria. Lo sabía, lo sabía. 

Claudico. Le digo que vale, que el lunes vuelvo. Le pregunto si hay alguna pega más, no sea que el lunes se den cuenta de que me falta algún otro requisito. Me dice que no, que venga con el contrato nuevo y que con eso ya estará todo claro. Con eso y con la multa, por supuesto.


Lunes, 25 de junio:

Me presento de buena mañana, como siempre. Tengo en mi poder un contrato despojado de cláusulas ambíguas y una billetera llena de rupias a reventar: hoy seguro que lo consigo.

Sorpresa, sorpresa: el imperio contra-ataca. Se me ha caducado el visado y ahora es preciso que presente un informe de la policía, certificando que yo soy quien digo que soy, que vivo donde digo que vivo y que no se me conoce ninguna actividad recriminable bajo la jurisdicción de este país. Con que otro viaje en balde y otro día perdido.


Martes, 26 de junio (hoy):

Me presento de buenísima mañana: consigo el número 32, que no está nada mal. Incluso me da tiempo a desayunar unos idlis antes de que empiecen a llamar números. Estoy hecha una profesional de las colas ferreras. Sé con quién tengo que hablar y hasta me reconocen los funcionarios Sith. Incluso Darth Vader se acuerda de mí. Vuelve a leer mi contrato con lupa, pero esta vez me da el visto bueno. O eso parece. En su hoja de comentarios, pone que me den la prórroga hasta el 7 de marzo. Le digo que debe de ser un error, porque yo  la he solicitado hasta el 7 de mayo, que es cuando caduca mi pasaporte. Sonrisa capulla: no, no se puede. El visado solo se puede conceder hasta dos meses antes de la fecha de caducidad del pasaporte: "Vaya a llorar a la ventanilla dos".

El de la dos me manda hablar con la señora de la ventanilla tres. Le explico mi problema: mis vacaciones no empiezan hasta abril y la escuela me necesita hasta finales de marzo. Me da una hoja para que escriba una carta con mi petición y se la enseñe al comisario. Este me firma una autorización para que me den el visado hasta el 31 de marzo. Soy feliz. No solo porque me van a dar el visado, sino porque ahora sé que estaré en España para el cumple de mi madre, el 2 de abril. No podría haberme salido mejor la jugada. 

Resumiendo una larga jornada: después de esperar mucho (por cierto, de nuevo acompañada por Ignasi, ya que a él también le volvieron a convocar para este martes), de soltar la pasta (8550 rupias, que en realidad han sido 8600 por gastos del banco) y de volver a esperar otro buen rato (porque para recoger el visado, te hacen regresar por la tarde), ¡por fin tengo un nuevo sello en mi pasaporte! 

Ni que acabase de dar a luz. Veo la nueva fecha de mi visado y me da tal subidón de endorfinas, que me olvido por completo de las esperas, de las idas y venidas al Ferrero, de la sonrisa mezquina, de la sangría y del calvario burocrático de las dos últimas semanas. 

Me despido de Ignasi, al que todavía le toca esperar hasta las cuatro y media (lo suyo era bastante más complicado, pero al final también se ha solucionado: ¡hoy gana la Orden Jedi!). Me despido también del Ferrero: ¡Hasta la vista fuerzas del lado oscuro! ¡No nos volveremos a ver hasta el año que viene! 

Me subo a un rickshaw, porque puesta a derramar rupias, ya paso de pillar autobuses. Me urge llegar a casa, quitarme los zapatos y echarme una buena siesta.

Llego a casa, me quito los zapatos, me tumbo en el sofá, cierro los ojos y... suena el teléfono. ¿Quién será? ¡Noooo! Son los del Ferrero, que ya me echan de menos. Me preguntan que dónde estoy. ¿Pues dónde voy a estar? ¡En mi casa! Me dicen que tengo que volver, que se me ha olvidado recoger mi permiso de residencia. Malditas endorfinas.

Pues nada, que mañana por la tarde, después de clase, vuelvo al Ferrero...

domingo, 17 de junio de 2012

Pasando por el aro de la mafia ferrera

Ya hace un buen rato que no escribo y no por falta de noticias. Lo que al final acaba sacándome de mi silencio es como siempre, la rabia. Este blog se está convirtiendo en un espacio de desahogo, donde puedo dar rienda suelta a mis ansias de vapuleo y diatriba.

Como todos los años, vuelvo a pasar por el yugo de inmigración. Mi visado caduca el 22 de junio, por lo que este viernes he acudido con todos mis papeles al infame FRRO (entre amigas, el Ferrero). Y como todos los años, siempre tiene que haber alguna complicación.

En esta ocasión, el departamento de inmigración ha modernizado sus mecanismos de tortura. Desde el lunes, se ha hecho obligatorio conseguir cita previa por Internet. La idea no parece descabellada, hasta que uno entra en la página web del Ferrero y se enfrenta a un formulario poco menos que diabólico.

Aparte de lo idiotas que puedan resultar sus preguntas (por poner un ejemplo, te preguntan por tu lugar de nacimiento, por tu ciudad de nacimiento y por tu país de nacimiento, lo que te lleva a preguntarte que qué entenderán ellos por lugar de nacimiento), lo realmente frustrante del proceso es que no se puede completar. 

Lo intenté desde la sala de ordenadores del colegio y no hubo manera: el infernal formulario me exigía que eligiera una ciudad de un menú desplegable, en el que no aparecía ciudad alguna. Dado que el dato era obligatorio, la página no me consentía continuar mi registro. 

Se lo comenté al jefe de administración del colegio, quien se encarga de tramitar los visados para los estudiantes extranjeros, y me dijo que no me preocupara, que como el sistema era nuevo debía de tener muchos fallos y que fuera al Ferrero tranquila, que allí ya me ayudarían. Para animarme, me imprimió la lista de documentos necesarios de la mismísima página oficial del departamento de inmigración y antes de irme a casa, me cercioré de tenerlos todos.

Al día siguiente, me presenté de buena mañana en el Ferrero para explicar mis apuros. El funcionario me escuchó con una mezcla de escepticismo y desinterés, para luego decirme que sin registro no podía conseguir cita y que volviese a intentarlo en el cíber de la esquina. El cíber en cuestión consistía en un cuchitril más pequeño que mi dormitorio, con seis ordenadores que echaban humo y un hacinamiento humano comparable al de un campo en Auschwitz.

Se me ocurrió una idea genial para ganar tiempo: llamar a Amjad para rellenar el formulario con el ordenador de casa. Además, el funcionario me había dado un listado con los documentos necesarios (que por supuesto, no coincidía para nada con el de la web oficial) y me faltaba uno, por lo que Amjad tendría que hacer un viaje para traérmelo de todos modos (menos mal que se me había ocurrido decirle que no me acompañara). 

Bueno, después de dictarle todos los datos del formulario por teléfono y a grito pelao (la India es un país ruidoso y la oficina del Ferrero no hace excepción a la regla) y darle a enviar, la web nos devolvió a la página inicial sin explicarnos el porqué. Fui a pedir auxilio y me dijeron que lo más seguro es que o bien se me había pasado por alto algún dato obligatorio, o bien había metido alguna coma o guion indeseable. 

Bien, volvimos a repetir la operación desde el principio, con sumo esmero y sin comas ni guiones ni acentos ni eñes ni nada que pudiera resultarle molesto al quisquilloso formulario de los cojones (con perdón). Resultado: vuelta a la página de inicio y vuelta al funcionario. Como ya no se le ocurría qué decirme, me mandó hablar con su compañero. Le conté lo de mi bucle infinito y me contestó que el registro era obligatorio y que sin él no podría conseguir cita. Con muy buenos modales, le volví a explicar el problema, aunque ya estaba empezando a perder la fe y a sospechar que lo del bucle infinito iba más allá de la logística informática. El funcionario me espetó que cientos de personas pasaban por el Ferrero a diario con su hoja de registro debidamente rellenada e impresa, prueba irrefutable de que la página funcionaba divinamente y de que la inútil era yo. Me sugirió que fuese al cíber de la esquina para intentarlo de nuevo. Y ahí se cierra el bucle.

Juro que en ese momento pensé en irme a casa y sacarme un billete de ida simple para Bangkok. Es bonito soñar. En su lugar, me sumé a la cola de las víctimas de Auschwitz. Para hacer tiempo y sosegar mi espíritu, me puse a charlar con un joven tanzano, recién llegado a la India para cursar la carrera de farmacia (curioso). No lleva ni un par de meses en el país y ya ha llegado a dos conclusiones importantes, a saber: 1) que aquí todos quieren sacarte el dinero y 2) que la vida en este país es realmente estresante. Tomo nota de Tanzania como posible destino en caso de que la India no me renueve el visado y España no me ofrezca trabajo.

Por fin me llega el turno. Me siento en un minúsculo cubículo con todos mis papeles desparramados sobre el teclado y cientos de ojos clavados en mi pantalla. Con la agilidad y destreza adquiridas por la práctica, logro rellenar todos los datos en un tiempo récord de diez minutos escasos (conviene saber que la página caduca a los treinta minutos). Le doy a enviar y... redoblar de tambores... magia potagia... abracadabra, pata de cabra... ¡¡¡EUREKA!!! ¡He completado satisfactoriamente la primera prueba de mi extensión de visado! ¡Qué sorpresa!

Le doy a imprimir y me dirijo al contador, no sin antes desearle suerte a mi sucesor en la fila. La chica del cíber me saca rápidamente la cuenta: 150 rupias. ¿Por diez minutos de Internet y dos hojas impresas? Para los que no estén familiarizados con las tarifas indias, esto no debería de haberme costado más de 20 rupias. Venga, 50 tirando al atraco. 

De esta experiencia, hemos aprendido lo siguiente:

1. Que los del cíber nazi tienen el monopolio de los formularios del Ferrero y que, por lo tanto, se están haciendo de oro.

2. Que los del cíber nazi deben de tener muy buenos amigos (si no parientes) en el Ferrero.

3. Que los del Ferrero deben de estar sacando una buena tajada en este negocio, a costa de todos los tanzanos, españoles y demás foráneos que, de lunes a viernes, pasan por sus oficinas en un flujo constante. 

Mi aventura no termina aquí. El viernes que viene vuelvo a vérmelas con los funcionarios del crimen organizado. Y es que su página web solo me ha dado dos opciones para mi cita: el próximo viernes, 22 de junio (fecha en que caduca mi visado) o el lunes 25. 

Así que el viernes sabremos si me quedo en la India o me largo. También sabremos si me clavan multa por pedir la extensión en el último momento. Por si las moscas, iré cargada con todos los documentos habidos y por haber: los exigidos en la página oficial y los exigidos en el impreso del Ferrero, incluidas dos (o cuatro) fotos recientes de pasaporte, sobre fondo blanco, en las que se vean claramente mis orejas de monito.

Continuará.

viernes, 13 de abril de 2012

Karnataka... según él.

¡Hola! Con algo de retraso (que no puede achacarse enteramente a mi pereza), os enlazo las dos entradas de Juni. Una vez más se vuelve a demostrar nuestra complementariedad bloguera: una se centra en el lado trivial y jocoso del viaje y el otro, en la parte aburr... diiiigo, informativa y muy bien documentada. No, en serio: es una lectura recomendada. Aquí tenéis el relato de nuestra visita al templo Shiv Mandir y al palacio de Mysore, según él.

martes, 27 de marzo de 2012

Él y ella en Mysore

Como en los viejos tiempos, el miércoles nos echamos a la carretera en busca de tesoros. Hacía lustros que quería visitar el palacio de Mysore y no podía dejar escapar la oportunidad de hacerlo con mi antiguo compañero de aventuras.

Siguiendo las bienintencionadas recomendaciones de Amjad, optamos por ir en rickshaw hasta la estación de Banshankari, para pillar allí un autobús que nos llevase a la estación satélite de Kengeri, desde la que sale otro para Mysore cada cinco minutos. Parecía un buen plan, razonable, factible, sencillo, elemental.

Bien. Llegamos a Banshankari y preguntamos en taquilla qué autobús es el que nos corresponde. Nos indican la plataforma dos y el 65C. Bien, bien, bien. A primera vista, vamos bien encaminados.

Nos sentamos en un banquito de la plataforma dos y esperamos ilusionados. La ilusión nos dura aproximadamente quince minutos, pero la espera sigue. Y sigue. Y sigue. Esperar al 65C es como confiar en que te toque la bonoloto: siempre sale un número más arriba o más abajo, pero el tuyo, nunca. Y cuando sale, te falta el complementario. 

Vemos sucederse tandas y tandas de indios: colegialas con trenzas y lacitos, señoras con niqab negro, saris multicolores, un grupito de adolescentes apiñados en torno a la compañera guapa de clase, niñas con frufrú, cancán, lentejuelas, pulseritas y zapatitos de princesa (según Juni, de prostituta más bien), un padre perfectamente conjuntado con su pantalón a cuadros y su camisa a rayas, muchos barbudos, más bigotudos... Nos acompañan en el andén durante breves minutos, antes de subirse a un autobús rumbo a sus destinos. Y nosotros nos quedamos ahí sentados, viendo desfilar el mundo y pasar la vida.

Se nos está agotando la paciencia, pero no el buen humor. Comenta Juni: "si nos estuviesen controlando con una cámara oculta, ahora mismo seguro que habría un corrillo de indios pegados a un monitor y haciendo apuestas sobre cuánto tiempo más se van a quedar esperando los dos guiris". La respuesta ganadora: ¡una hora!

Cuando ya habíamos perdido toda esperanza de ver aparecer al mítico 65C, vemos llegar al... ¡6D! Vale, no coinciden ni el número ni la letra, pero tiene un letrero electrónico que nos ilumina con todas sus letras: "Kengeri Satellite Bus Station". ¡Aleluya! 

Al más puro estilo local, salimos disparados del asiento, nos lanzamos a la carretera sin mirar, jugándonos nuestra vida y la de un par de transeúntes, arrasamos con cualquier obstáculo que se nos ponga por delante,  saltamos triunfalmente al interior del autobús y corremos desaforados para pillar los últimos asientos libres. ¡Lo hemos logrado!

Viene el revisor a cobrarnos los billetes, pero nos dice que no, que no nos los vende, porque el autobús no va a la estación satélite de Kengeri. Le miramos con incredulidad, desconcierto y hasta cierto recelo, pero una pasajera mete baza y corrobora la noticia. Así que nos apeamos en marcha y volvemos, descorazonados, a la casilla de salida. A estas alturas, deben de estar riéndose de nosotros hasta los palomos.

Nos sentamos otro rato. Al Juni ya se le han pasado las ganas de ir a Mysore y me suelta que qué tal si nos vamos a casa a tomarnos unas claras o al centro a comprar sábanas. Esto último me llega al alma: hemos llegado al límite y hay que pasar a la acción ¡rápido! Le exorto a que no se mueva y me espere mientras voy a la taquilla a por otro número, porque ya está visto que el 65C nunca toca.

Después de unos diez minutos, vuelvo a nuestra dársena con nuevas recomendaciones: el autobús 410, con destino a Deepamjalinagar (o algo parecido). Juni me mira callado, con un aire de escepticismo resignado (sospecho que lo de las claras iba en serio), pero le recuerdo que ahora tenemos dos boletos y que, por lo tanto, han doblado nuestras posibilidades de salir victoriosos de la estación. En realidad, no me lo creo ni yo, pero a estas alturas me va la vida en llegar a Mysore.

Aparece un 410A, seguido de un 410C, pero ninguno va al satélite ni al Deepamjala ese. Ya estamos a punto de echarnos a llorar cuando, de pronto, ¿qué se nos aparece como espejismo en un desierto? ¿El 65C? ¡Nooooo! Otro 6D con su letrerito luminoso, de engañosas palabras rojas: "Kengeri Satellite Bus Station". Esta vez, resignados a la humillación, nos acercamos al conductor como dos pardillos, para hacer la pregunta absurda. Como solidarios que somos, la hacemos por turnos. Me lanzo yo primero: "oiga, perdone, ¿este autobús va a la estación satélite de Kengeri?". Pues no, el tipo me dice que no. Pregunta el Juni la mismísima pregunta al mismísimo maromo y esta vez resulta que sí, que sí que va. Durante los cinco segundos subsiguientes de perplejidad y aturdimiento, vemos como arranca nuestro (supuesto) autobús y se aleja irremediablemente de nuestra patética existencia.

Y esta fue la gota que hizo derramarse el vaso de mi impaciencia: "¡Ya no puedo más! Salgamos de aquí y pillemos un rickshaw...". El Juni, de puño prieto como siempre, hace unas averiguaciones con su "listófono" (neologismo personal para designar al smartphone ese que se ha puesto tan de moda) y me informa de que son unos 12 kilómetros... "Pues eso, no se diga más: ¡seis pa ti y seis pa mí!"

A la salida de la estación, nos esperaba una hilera de rickshaws con sus conductores frotándose las manos. Por fin estábamos en marcha y en cosa de diez minutos llegábamos a la famosa estación por tan solo 75 rupias. ¿Cómo que 75 rupias? O sea, que por ahorrarnos una mierda de 60 céntimos de euro por cabeza, hemos echado a perder toda la mañana. Definitivamente, somos unos genios. Es lo que tiene ser un viajero curtido por la experiencia...

Afortunadamente, el viaje terminó bien. Tres horas después de salir de la estación satélite (aproximadamente cinco horas después de salir de casa), llegamos sanos y salvos a Mysore. El palacio bien se merecía el palizón del viaje (más el de vuelta, que duró cuatro horas), superando ampliamente nuestras expectativas. 

¡Por fin en Mysore!

Lástima no tener buenas fotos para mostraros su esplendor, en parte porque llegamos a las 15:30 cuando el palacio nos quedaba a contraluz y en parte porque está estrictamente prohibido sacar fotos en su interior (que es lo más interesante de la visita). Así que tendréis que conformaros con mi parca y mediocre descripción (pero solo de momento, porque de aquí a un par de días, si Dios lo quiere y Juni se lo curra, os enlazaré su entrada, que seguro será mucho más detallada e informativa que la presente, por la de días que lleva documentándose y escribiendo borradores).


La entrada con audioguía (200 rupias para extranjeros, 20 para indios y residentes) te permite pasear por los amplios corredores y salones de la planta baja y primer piso: el resto del palacio (su mayor parte) queda vedado al público, pues aún sirve de residencia privada a los descendientes de los Marajás.

Uno de los doce templos del recinto

El pabellón nupcial, con sus columnas turquesas, sus preciosos azulejos florales y su techo de vidrieras, es uno de mis favoritos, aunque tampoco se le queda atrás el salón principal o "Public Durbar Hall", con sus grandiosos frescos, columnas, espejos, vidrieras, mármoles, marfiles y puertas cinceladas. 


En resumen, si alguna vez os encontráis en Karnataka, la visita a Mysore es absolutamente obligatoria. Me dicen que conviene hacer noche allí para contemplar el palacio iluminado a partir de las siete. En domingos y festivos, a esa misma hora, hay además un espectáculo de luz y sonido (habrá que volver a Mysore).

domingo, 25 de marzo de 2012

Él y ella en Bangalore

A veces, es necesario que uno recorra más de ocho mil kilómetros para que una visite aquello que le queda relativamente al lado de casa. De no ser por la visita de José (mi "Juni" y compañero de aventuras en "elyellaonthetrail"), es altamente improbable (por no decir del todo imposible) que me vieran el pelo en el templo Shiv Mandir de Bangalore. Por lo menos, no este lunes. Ni el que viene.

Havan pooja en el templo Shiv Mandir

Antes de comentar mis impresiones sobre el templo, quiero hacer públicas mis más sentidas disculpas por adelantado. Es posible que lo que escriba a continuación hiera ciertas sensibilidades, aunque no exista mala intención por mi parte. Habiéndome criado en una sociedad de raíces judeo-cristiano-musulmanas, los iconos y rituales de la religión hindú son algo a lo que no alcanzo. Acostumbrada a los pináculos que se elevan sobre cúpulas y bóvedas celestiales, a las vidrieras de colores y a los tragaluces en los que baila el polvo, a la luz ténue y trémula de los cirios, que invitan al recogimiento y al silencio apenas perturbado por las letanías de un rosario, la atmósfera ferial de los templos hindúes no logra inspirar en mí ese sentimiento de solemnidad ante lo sacro.

En concreto, el templo de Shiv Mandir se puede describir, objetivamente y sin ánimo de ofender, como "grotesco" (entiéndase "relativo a grutas artificiales" a la par que "extravagante"). En palabras del Juni: "esto, más que templo, ¡parece un parque temático!". 

De camino al templo, Ana, Anaí y su madre, Isabel

Al templo, que se encuentra en el número 97 del Old Airport Road, llegamos en "rickshaw" desde el centro (MG Road) por 88 rupias. El "rick" nos dejó delante de un McDonald, a cuyo lado estaba señalizado el camino hacia el templo. Al final de una callejuela, nos encontramos en una zona de aparcamiento con entrada a una especie de "mercadillo-preámbulo": un largo pasillo flanqueado de puestitos con multitud de parafernalia religiosa y baratijas mundanas, que desembocaba en la taquilla del templo. 

Venta de souvenirs del templo

Y es que para entrar al templo, ya seas turista o feligrés, tienes que soltar pasta: 170 rupias (entrada normal), 100 rupias (entrada especial), 25 rupias por la cámara y 2 rupias para que te custodien los zapatos. Un buen negocio. Pero lo verdaderamente chocante no es el tener que pagar por entrar en un lugar de culto, sino el que nos cobraran directamente las 100 rupias sin tan siquiera darnos opción a la entrada más cara. Me pregunté si es que nos vieron muy pobres o si se trataba de una innovadora estrategia de márketing para crear buen rollito con el cliente. Luego me enteré de que los lunes hay descuento.

La entrada que promete el cumplimiento de tus sueños, ¡por 100 rupias!

La entrada te da acceso a un circuito con diez "atracciones".

Primera parada: las moneditas y los cuencos.
Te entregan un cuenco con candidad de moneditas simbólicas, para que se las ofrezcas al dios Shiva: debes depositar una monedita en cada uno de los cuencos que se suceden a lo largo de un recorrido zigzagueante, pronunciando ante cada cuenco uno de los nombres del dios Shiva, a cuyo lado nuestras letanías marianas se quedan cortas. Para que no te saltes ni uno, te dan una chuletilla y allá que te vas, fingiendo devociones, para los cuencos: "Om Sivaya Namah", "Om Mahe-Shwaraya Namah", "Om Shambhave Namah"... Y así, hasta ciento ocho.

Om Namah Shivaya!

Segunda parada: los problemas y Lord Ganesha.
Te dan una cartulina alargada con una especie de pulserita de hilo naranja y te dicen que la ates donde puedas (en la barandilla de las escaleras o en las ramas de un árbol), a los pies de Lord Ganesha (hijo de Lord Shiva y de su bellísima esposa, Parvati). Mientras procedes a atar tu cuerda, debes concentrarte en algún problema acuciante que tengas en ese momento, para luego olvidarte de él por completo. Lo suyo es dejar atrás tus preocupaciones, al buen recaudo del dios elefante, y tirar "palante".

¡Adiós problemas!

Tercera parada: la gruta de los lingas.
Penetras una especie de gruta artificial, hecha de cartón piedra, completamente a oscuras. Aquí fue donde perdí mi compostura, al no poder reprimir este comentario irreverente: "Hey, ¡estamos en el templo maldito de Indiana Jones!". Un puente colgante da paso a una serie de estrechos túneles, en los que se abren hornacinas con lingas (representaciones fálicas del dios Shiva) en su interior. Los había de todos los tamaños y materiales, incluso uno de hielo, muy curioso. Es obligatorio pasar mano sobre los linga: eso sí, sin ponerle demasiado sentimiento al acto de toquetear (no vayamos a liarla, que a los que hemos leído el antiguo testamento, aún se nos pone la carne de gallina al recordar la que se montó por una vaca amarilla).

Linga helado

Cuarta parada: la leche o "pooja Abhishek".
Al salir de la gruta, nos encontramos con un linga negro de piedra, que parece cobrar vida al rociarlo con una jarrita de leche. Se trata de un ritual de purificación, que no de fertilidad, como había mal pensado yo.

Un linga con leche, por favor

Quinta parada: el pasadizo de las campanas.
Al siguiente túnel solo le falta el tren para completar su pinta de "casa fantasma" . Nos volvemos a encontrar con una serie de lingas, pero esta vez no podemos meterles mano, pues están protegidos por unas urnas de cristal. Arriba de cada vitrina hay una campana, por lo que deduzco que esta vez lo que toca es dar campanadas. Al final del recorrido, me llevo un susto de muerte cuando parece que se me echa encima una especie de maniquí con tridente. Me comenta Anaí que en una anterior visita este circuito daba aún más impresión, al moverse los muñecos mecánicos. Lo dicho: de feria.

Campana sobre campana

Sexta parada: la velita purgatoria, la moneda mágica y la piedra milagrosa.
Te dan una velita para la purgación de tus pecados, que te quema un poco los dedos por estar dentro de un vasito de plástico, y una moneda falsa (por 100 rupias, no se puede pedir oro). Con ellas te acercas a un estanque, delante del cuál se halla una losa plana de granito bien pulido, con un cartel que reza "piedra milagrosa". Intuyo que he de subirme a la piedra, formular un deseo y echar al agua mi moneda. Acto seguido, deposito mi vela sobre el agua, que en lugar de hundirse, se aleja flotando hasta formar piña con las llamitas de otros pecadores.

Moneda mágica

Séptima parada: el pie de Shiva.
Unas escaleras te permiten alcanzar el pie de un Shiva monumental (de veinte metros de altura, aproximadamente). Procede tocar el pie de Shiva en señal de sumisión y respeto, paso que yo decido saltarme por razones ya aludidas (me remito al Éxodo y a su becerro dorado) . 

El Shiva monumental

Octava parada: la purificación del fuego o "pooja Havan".
¿Cómo se les ocurre poner entre mis manos un pedazo de leña para que lo eche al fuego purificador? ¡Eso es pura provocación!  Que a una valenciana, en el mismísimo día de San José (y es que estábamos a lunes 19 de marzo, noche de "cremá"), la pongan delante de una estatua monumental de cartón piedra, con toda su pinta de "ninot" fallero, y encima le digan que le eche leña al fuego: ¡eso es invitar al desastre! Claro que bien pensado, siendo Shiva el dios de la destrucción, mis inclinaciones pirómanas igual no eran del todo improcedentes, ¿no? Aún así, supe reprimirme...

Echando leña al fuego

Novena parada: sentarse un rato en postura meditativa.
Y para reponerme de la frustración, me senté un rato junto a los devotos de Shiva. Desde la comodidad de mi asiento, me puse a sacar fotos de su melena, de la que brota el sagrado río Ganges (venerado como diosa "Ganga"). 

Lord Shiva y la diosa Ganga

En eso estaba, cuando vino un guardia a pedirnos que nos levantásemos, para proceder al penúltimo rito de la jornada: un canto colectivo, con movimientos rotatorios de lamparitas de aceite.

Oración

Décima y última parada: el universo o "pooja Navagraha".
Nos metemos en una construcción semiesférica de cartón piedra, representación de nuestro planeta y del cosmos, a cuya entrada nos entregan una lamparita de aceite encendida. En este ritual, se ha de circunvalar nueve veces (aunque a nosotros, por neófitos, nos dicen que con tres vueltas ya nos sobra), en el sentido de las agujas del reloj, un pilar sobre el que se asientan los dioses de los nueve planetas (Grahas). Efectivamente, ahí se notó mi poca fe, puesto que a mitad de mi segunda vuelta, ya se me había apagado la llamita.


 
Mujer de poca fe...

Y aunque sigo sin creer, he de reconocer que en ese especial día de San Shiva, sí se produjo un milagro en mi vida: ¿qué gran sorpresa me esperaba al regresar a casa? Mis maravillosos muebles "made in China", perfectamente montados y en su sitio: ¡48 horas después! Todo, absolutamente todo, es posible en la India.

P.D.: Nota de agradecimento a Junior por el material gráfico de esta entrada.

sábado, 17 de marzo de 2012

Sorpresas, sorpresas...

Esta ha sido una semana de grandes sorpresas, algunas buenas y otras no tanto.

La primera y más destacada, se nos vino encim... digo, nos vino como caida del cielo anteayer: con su barba de viajero aguerrido, sus pantalones desmontables, su mochila de veinte kilos, nos llegó de Calcuta el hombre cuyo nombre ya nadie menta. Ni siquiera él mismo. Conocido como "avistu" en los foros de "viajablog", como "Jota" en tertulias asturianas, como "Junior" en tierras irlandesas y como "Juni" en este blog: sí señores, hablo del infame él. Ha llegado a mi casa la parte masculina de "elyellaonthetrail". 

Como siempre, sin avisar. Miento, con dos horas de preaviso: desde el aeropuerto (de Bangalore), me previene de su inminente llegada a mi casa. Y me pilla, como quien dice, "en bragas": tirada en el "sofá-suelo" (esto lo explico en un momento), mirando la serie en el portátil, intentando sobrevivir al bochorno que azota a Bangalore desde hace un par de semanas. Aaaay, cómo me gusta que me saquen de mi sopor para planchar, fregar suelos e improvisar cenas... Pero todo sacrificio es poco para recibir a semejante huesped como se merece.

Acogida calurosa

La segunda sorpresa está ahora mismo metida en siete cajas apiladas en una esquina del comedor. Por fin nos llegaron los muebles que compramos hace dos semanas. Por supuesto, la experiencia no podía estar exenta de sobresaltos. Os cuento la aventura desde el principio.

Después de dos años sentándonos en el "sofá-suelo", durmiendo en la "cama-suelo" y comiendo en la "mesa-suelo", por fin me había decidido a romper la hucha y gastarme las rupias de mi modesto estipendio en amueblar la casa. Hace un par de semanas, logré arrancar a Amjad de nuestra "casa-suelo" para salir de compras. 

Extremadamente optimista él sobre mi capacidad de tomar decisiones rápidas en un centro comercial de cinco plantas, mi sufrido novio sugirió que el conductor de rickshaw esperase por nosotros a la puerta del almacén. Arqueo de cejas inquisitorio. Voz inocente y tentativa: "Pero... ¿es que vamos a tardar más de... una hora?". Tú dirás: tres horas más tarde, salíamos del establecimiento con una factura de 47,000 rupias y un par de calabacines (que no se encuentran facilmente en las verdulerías de mi vecindario).

Por supuesto, la factura no era de los calabacines. Por unos 780 euros, compramos un sofá-cama, una estantería y una mesa con sus seis sillas. Desde un punto de vista consumista, aquella fue una tarde de gran éxito. Ya solo nos quedaba esperar con ilusión a la entrega de nuestro mobiliario, que tardaría un par de semanas y ha llegado precisamente hoy, hará cosa de media hora.

En la tienda, preguntamos si el precio de los muebles incluía los gastos de transporte, entrega y montaje. A todo nos dijeron que sí, que sí. Advertimos de que nuestra casa está en un tercer piso de escaleras angostas, sin ascensor, pero este detalle no pareció importarle mucho al vendedor, que insistió en que no habría ningún problema. 

Primer problema: los muebles que debían de llegar ayer, han hecho su aparición esta tarde. Lo normal. Esto no iba a ser noticia en este blog, de no haber sido porque...


Segundo problema: los transportistas nos llaman desde el camión para informarnos de que ya están aquí los muebles y de que... ya podemos bajar a buscarlos. Y te lo dicen tan tranquilos y tan en serio. 

Escucho a Amjad hablar por teléfono y va subiendo la voz y acalorándose el tono, por lo que sé que algo no va bien. Después me traduce la conversación. Básicamente, aquellos no quieren subir las escaleras cargados con cajas monumentales. Este les dice que lo de la entrega a domicilio, con escaleras y sin ascensor, ya se había pactado en la tienda. Aquellos dicen que de eso nada. Este, que sí y que ahora mismo llama al vendedor para poner queja. Aquellos empiezan a negociar, declarando que por subir los muebles tendremos que aflojar el bolsillo (cosa que hubiésemos hecho de buen grado y espontáneamente de habernos ahorrado la negociación). Este les dice que si no piensan subir los muebles hasta el tercer piso, que los devuelvan al almacén. 

Al final, el tema se zanja con tres transportistas subiendo los tres pisos de muy mala hostia y descargando mercancías de gran fragilidad como si de sacos de patatas se tratase. Como siempre, un placer hacer negocios en este país.


Tercer problema: el montaje no se realiza al tiempo que la entrega. Lo lógico sería que los mismos transportistas estuviesen capacitados para montar los muebles, pero aquí las cosas no pueden ser así de sencillas y convenientes. Lo gracioso será que venga el montador y se dé cuenta de que le falta una pieza importante o de que algo ha llegado en mal estado. Si se diera el caso, supongo que cabría llamar de nuevo a la tienda para que nos volviesen a mandar a los transportistas y repetir todo el proceso de negociaciones, que si bajas tú, que si no subo yo, en fin, lo de siempre. 

En resumidas cuentas, que ahora mismo tengo al Juni echando la siesta en el "sofá-cama-suelo", el piso lleno de cajas, y expectativas muy poco claras acerca de cuándo podremos empezar a sentarnos cómoda y civilizadamente. La factura (en la que no me había fijado hasta ahora) puntualiza que el montaje se realizará "after 48 hours" - o sea, dice que se hará "después de 48 horas", que no es lo mismo que decir "48 horas después". El matiz es pequeño pero importante, porque... técnicamente, dentro de una semana también es después de 48 horas. Como lo es dentro de un mes o dentro de un año...

Igual no se nota, pero las cajas están todas boca abajo...

Dios mío: con lo a gusto que estaba yo tirada en mi "sofá-suelo", ¿por qué me habré complicado la vida de esta manera? Ya me veo sentada en un "sofá-caja" durante el próximo par de años...

sábado, 3 de marzo de 2012

Flash informativo

Delante de mi casa están construyendo un edificio: el experto de turno ha debido de meter mano  donde no tocaba porque de pronto he oído una gran detonación y acto seguido se me ha ido la luz. Me preocupa lo que pueda pasar cuando llegue otro experto para reparar los estropicios del primero... 

Esto era solo un flash: mejor corto antes de que se me agote la batería.

viernes, 2 de marzo de 2012

La última gota

Esta semana el colegio está de exámenes y nuestras impresoras, que en cualquier tiempo normal ya carburan más que las de una tienda reprográfica, han estado echando humo. Por supuesto, para cuando yo fui a recoger mis fotocopias, me llevé la "sorpresa" de que no estaban listas porque... ¡se había agotado el cartucho de la tinta! Es curioso que una institución que depende tanto de la reproducción de material fotocopiable, espere a que se acabe hasta la última gota de tinta para reponer cartuchos. Ante esta pequeña crisis la solución ha sido esperar a que los distribuidores de cartuchos pasen a reponer tinta más tarde. Y quien dice más tarde, dice mañana. O pasado.

Es curioso, sí. Pero no sorprendente. El que las mercancías por su consumo se agoten, en este país es un fenómeno imponderable. Por lo visto, ese gran invento que es el inventario todavía no ha llegado a estas latitudes. Conste que lo de la tinta es solo un pequeño detalle sin importancia, pero refleja bastante bien cómo funcionan las cosas aquí.

Otro ejemplo más, para que veáis que la falta de previsión no es algo propio de mi colegio, sino tónica general en la India. El otro día, fui a cenar con mis amigas a Nandos, un restaurante pseudo portugués. Elegimos este restaurante por dos razones: una, porque a esta servidora le apetecía probar los pastelitos de nata (o su sucedáneo) y dos, porque a mis Anas, lo único que les pide el cuerpo después de una dura jornada de trabajo es una buena cerveza. Y es que Nandos es uno de los pocos restaurantes de la zona con licencia para servir alcohol (este tema da para otro post, pero lo dejo para otro día, porque ahora mismo no viene a cuento).

Así que para allá vamos, a pedir pollo piri-piri y un par de cervezas. Cuál fue nuestra "sorpresa" cuando el camarero nos anunció que... se les había acabado la cerveza y que tardarían unos cuatro o cinco días en reponer mercancía. Lo dicho, un fenómeno imponderable.

Esto me lleva a un tema que me viene hirviendo la sangre desde hace algún tiempo y que hoy me he decidido a ventilar: la incompetencia.

Decía el poeta León Felipe que "para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve... cualquiera, menos un sepulturero" (versos de "Romero solo"). ¡Qué gran verdad! En este país, está claro que si quieres que algo salga bien, lo último es contar con los servicios de un profesional.

Esto me recuerda un comentario que me hizo Seema en el coche, un lunes por la mañana de camino al trabajo. Estaba molida porque se había pasado el fin de semana limpiando a fondo ventanas y mosquiteras. Esto me sorprendió, porque cualquier familia india de clase media siempre cuenta con una legión de personas para ocuparse de las tareas domésticas. La misma Seema me había explicado que en su casa venía una señora para hacer la comida, otra señora para limpiar el suelo, otra señora para limpiar el polvo y un señor para planchar camisas y pantalones. Así que le pregunté cómo no había llamado al especialista de limpiar ventanas y su respuesta, aunque prosaica, vino a decirme lo mismo que el poeta: "uy no, quita, quita, en este país, si quieres que algo te quede bien lo tienes que hacer tú mismo".

Una imagen vale más que mil palabras, así que para corroborar este argumento os invito a un pequeño tour de mi casa .


Esta foto no está torcida: lo torcido es el enchufe. ¿Para qué usar una escuadra cuando las cosas se pueden hacer a ojo?


En el gremio de la fontanería tampoco se usa la geometría. Observad esta foto: ¿no os resulta curioso que el grifo no se encuentre a mitad de la pila? No sé de qué me quejo: es mucho más divertido fregar los platos cuando puedes salpicar toda la pared y el suelo. Lástima que para pintar la cocina, los constructores no hayan optado por una pintura plástica, cien por cien lavable e impermeable...

Hablando de pintura, la de la habitación empezó a mellarse a los dos días de estrenar el piso. Hoy haríamos la vista gorda, pero en su día decidimos que era mejor informar al dueño. Así que este nos envió al pintor y el resultado fue peor que la grieta.


¿Necesitáis más ejemplos?

Durante nuestras vacaciones en Kerala, mi madre y yo nos apuntamos a la cena de nochebuena de nuestro hotel. El programa incluía un cóctel de bienvenida, bufé abierto, concierto clásico y espectáculo de baile bollywood.

Pues bien:

- El cóctel: al llegar a nuestra mesa, ya nos esperaba allí algo parecido a sangría, servido en un vasito de papel que de haber sido de acero podría haber servido de dedal. En seguida se nos acercó un camarero con la lista de cócteles y pedimos unos mojitos, pensando que lo de la sangría era un mero preámbulo a la bienvenida verdadera. JA. Después de mal comidas y bien bebidas, el mismo camarero vino a informarnos de que los mojitos no estaban incluidos en el precio de la entrada.

- El bufé: de todas las exquisiteces que se nos proponía, la más apetitosa, sin lugar a dudas, era el plato de patatas fritas. El hotel debió de prever la popularidad de este manjar, porque la bandeja no venía acompañada de pinzas con las que una pudiera servirse. De nuevo apareció un camarero, poco menos que "fraqueado" para la ocasión, que me sirvió con la ayuda de una cuchara. No me refiero a un cucharón o espátula, sino a una cuchara sopera ordinaria. Ni siquiera dos cucharas, para operarlas como pinzas. Así que las patatas fritas iban cayendo de dos en dos en mi plato y a la tercera servida, se produjo un embarazoso silencio con el que el camarero me indicaba que ya tenía mi ración de patatas y que fuese circulando hacia la pota de arroz hervido.

- El concierto: duró unas cuatro horas mortíferas, que se vieron amenizadas por la incursión de los bailarines, que vinieron a preparar su escenario mientras los otros tocaban. Tenían un numerito muy bonito que precisaba de una cuerda colgante a mitad del escenario, para cuyo amarre tuvieron que trepar a unos cocoteros. Lo suyo hubiera sido montar todo el tinglado antes del espectáculo, pero aquí se espera siempre hasta el último minuto para hacer las cosas. Eso sí, por una vez, creo que todo el público asistente agradeció la intromisión porque, seamos sinceros, lo de la música tradicional india va bien un rato, pero después de un par de horas con la gaita, como que te entran pensamientos homicidas.

- El baile: fue lo mejor. Sobre todo la parte en que los cinco bailarines se reunían en corrillo para decidir qué iban a bailar a continuación y, entre dos numeritos, corrían a esconderse detrás del escenario para intercambiarse los pantalones, creando así la ilusión de un cambio de vestuario (seguro que fui yo la única en percatarse). Por cierto, los músicos (antes de volver a la carga) se desquitaron de los bailarines dejando todos sus instrumentos sobre el escenario: arrimados al borde de la tarima, lo justo para molestar sin impedir el espectáculo.

Podría seguir, pero creo que ya me he desahogado lo suficiente. Pero no todo es negativo. Con el pasar de los años, he logrado convencerme de que incluso la falta de profesionalismo entraña algunas virtudes. No todo tiene que ser perfecto. Los indios no se suelen alterar tanto como nosotros y son mucho más flexibles. Por más caótico que sea el proceso, al final las cosas salen. Bueno, salen como salen, pero salen.

También me gusta (hasta cierto punto) la calma con que se toman todo. Por ejemplo, si vas a correos a la hora de comer, te encuentras con que todos los empleados están almorzando en una gran mesa al fondo de la oficina. Te toca esperar a que acaben, porque no se les ha ocurrido implementar un sistema de turnos. O tal vez sí se les haya ocurrido, pero puede que se valore más la felicidad de los funcionarios que su eficiencia (claro que esta filosofía solo debe de valer para los establecimientos públicos, porque según lo que me cuentan mis Anas, lo que es en las pymes, la felicidad del empleado al empresario se la sopla).

Por lo general, aquí nadie se sulfura por nada (la excepción es al volante). Los plazos no suelen cumplirse y nadie se inmuta: si no haces algo como tocaba, metes una excusa y todos tan frescos. Termino con una anécdota divertida, que me contó Mughda, la profe de alemán. Un ingeniero indio se fue a trabajar a Japón (esto empieza como un chiste, pero la historia es verídica: el ingeniero es amigo de Mughda) para una breve misión. Lamentablemente, el ingeniero indio se quedó dormido y no pudo llegar a tiempo a una reunión importante. Así que se disculpó y les metió a los japoneses un cuento chino: que había intentado llamarles para avisarles de un contratiempo, pero que no les entró la llamada. A los japoneses se les cayó la cara de vergüenza e inmediatamente mandaron revisar de arriba abajo todo el sistema de telefonía de su compañía. Sobra decir que nunca encontraron el problema...