miércoles, 1 de febrero de 2012

El día de las hamburguesas

No sé si alguna vez os comenté que mi colegio es un internado para chicos. Como  cualquier internado, especialmente en este país, su reglamento rebosa de prohibiciones (no se puede tener comida en las habitaciones, no se puede tener dinero, no se puede tener móvil, no se puede entrar en el Facebook, etc.) que se añaden a otras tantas restricciones inherentes a su filosofía (no se admiten chicas y no se puede comer ni carne, ni pescado, ni huevos). Pero bien sabido es que dondequiera que alguien imponga una regla, siempre habrá algún listillo que se las ingenie para saltársela. En este sentido, mis niños son puros saltamontes

Sus oportunidades para el desmadre son pocas, pero ¡ay! como se les presente un pequeño resquicio para la desobediencia, allá que se lanzan todos. Y ese resquicio fue mi excursión del sábado pasado. El centro IFLaC (en el que trabajan mis amigas, las Anas) organizaba una "fiesta española" para niños y tuvieron la gentileza (y valentía) de invitar a mis churumbeles: me llevé a nada menos que treinta y uno, todos ellos en la flor de su pubertad.

Fue un auténtico delirio, del que todavía me río. Durante las dos semanas que precedieron al anuncio del feliz evento, me andaron taladrando el oído con preguntas y rogatorias: ¿habrá comida? ¿habrá pollo? ­¿habrá pizza? ¿podremos ir al McDonalds después de la fiesta? ¿cuántas rupias podremos gastarnos? ¿habrá chicas? ¿podremos pasar del uniforme? Diga que sí, señorita, por favor, por favor, por favor... y así, constantemente, a cualquier oportunidad que tuvieran de hablar conmigo ya sea en la clase, en los pasillos, en las escaleras, en los comedores, en la puerta de los servicios...

Por fin llegó el día tan esperado y algunas de las peticiones se vieron colmadas (me dieron un presupuesto de 200 rupias por niño para "ponernos las botas" en el McDonalds) y otras, no (el jefe de estudios fue bastante inflexible con lo del uniforme). Antes de subirnos al autobús, me los veo a todos en fila, ordenaditos según su curso, con sus enormes sonrisas y sus mochilas a cuestas. Les recuerdo que les han invitado a una fiesta, no a una clase, por lo que no van a necesitar sus libros y apuntes. Pero aquellos insisten en cargar con sus trastos, porque "están de exámenes" y no pueden "correr el riesgo de dejar sus libros" en clase, donde "podrían ser robados": esta explicación tan torera fue la que me dio Shreeyas, el delegado de clase. Y me lo dijo con esa sonrisa suya de complicidad que siempre me derrite... En fin, que poco duraron mis atisbos de negociación. En seguida subimos abordo con todo el cargamento de libros, cuadernos y compases: treinta y un niños, con intenciones más negras que sus mochilas.

En el autobús, en el que apenas cabíamos todos, me senté cerca de Shreeyas, que al igual que muchos de sus compañeros llevaba puesta la sudadera por encima del uniforme. Para llegar hasta el centro, íbamos a pasar unas dos horas metidos en atascos y el día nos había salido bien veraniego. 

"Shreeyas" - le digo - "anda y quítate esa sudadera, que me está entrando calor solo con mirarte".

"No, no, quite, quite, si así voy bien..."

Llevamos media hora en la carretera y el autobús se ha transformado en una incineradora. El niño parece un fósforo, de lo colorados que se le han puesto los mofletes. Insisto: "Pero hombre, ¿no estarías mejor sin esa sudadera? Si te estás asando vivo..."

"Que no, que no, que no es para tanto..." 

Le paso la mano por la frente empapada: "¿Que no es para tanto?" Me acerco un poquito más y le pregunto por bajines: "Pero a ver, ¿tú por qué estás tan empeñado en llevar sudadera, eh?"

Sus ojos orbitan hacia el techo (como diciendo, "pero qué pesada es la seño") y pronto vuelve la sonrisa cómplice: "es que si llevo la sudadera, en el McDonalds podré esconderme hamburguesas debajo...". 

Con que eso era. Hay que ver los sacrificios a los que son capaces de someterse voluntariamente unos niños de doce y trece años por saltarse las normas. Por lo menos, estos no fuman a escondidas (o eso creo).

"Anda, quítate la sudadera que de aquí a allá ya tendrás tiempo de volver a ponértela...".

Lástima que se me olvidó mi cámara y no pude sacar fotos de lo bien que se lo pasaron mis niños: en el centro se pusieron hasta arriba de fanta, coca-cola, papas, pizzas, pasta y hasta pastel de chocolate. Con tanta comida, me pareció imposible que aún pudiera quedarles sitio para hamburguesas (salvo que ese sitio sean los sobacos, bien sudaditos los dos, debajo del suéter), pero por lo visto es difícil alcanzar su límite. Nada más llegar al centro comercial, salieron todos disparados: unos al McDonalds, otros al KFC (incluso los "vegetarianos": anda que si sus padres los vieran...) y otros (incluido el bueno de Shreeyas) al súper, donde se podían hacer compras más estratégicas (las hamburguesas duran un día, pero las galletas y los fideos precocinados y deshidratados pueden aguantar hasta fin de curso, siempre que se pongan a salvo de depredadores).

Aunque no tenga fotos de la fiesta, os subo esta que pertenece a otro evento (el famoso "Annual Day", del que todavía tengo pendiente subir una entrada) y en la que podéis ver al que, sin planearlo, se ha convertido en el prota de este post. Este niño con cachetes de castor es el famoso Shreeyas.

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