martes, 27 de marzo de 2012

Él y ella en Mysore

Como en los viejos tiempos, el miércoles nos echamos a la carretera en busca de tesoros. Hacía lustros que quería visitar el palacio de Mysore y no podía dejar escapar la oportunidad de hacerlo con mi antiguo compañero de aventuras.

Siguiendo las bienintencionadas recomendaciones de Amjad, optamos por ir en rickshaw hasta la estación de Banshankari, para pillar allí un autobús que nos llevase a la estación satélite de Kengeri, desde la que sale otro para Mysore cada cinco minutos. Parecía un buen plan, razonable, factible, sencillo, elemental.

Bien. Llegamos a Banshankari y preguntamos en taquilla qué autobús es el que nos corresponde. Nos indican la plataforma dos y el 65C. Bien, bien, bien. A primera vista, vamos bien encaminados.

Nos sentamos en un banquito de la plataforma dos y esperamos ilusionados. La ilusión nos dura aproximadamente quince minutos, pero la espera sigue. Y sigue. Y sigue. Esperar al 65C es como confiar en que te toque la bonoloto: siempre sale un número más arriba o más abajo, pero el tuyo, nunca. Y cuando sale, te falta el complementario. 

Vemos sucederse tandas y tandas de indios: colegialas con trenzas y lacitos, señoras con niqab negro, saris multicolores, un grupito de adolescentes apiñados en torno a la compañera guapa de clase, niñas con frufrú, cancán, lentejuelas, pulseritas y zapatitos de princesa (según Juni, de prostituta más bien), un padre perfectamente conjuntado con su pantalón a cuadros y su camisa a rayas, muchos barbudos, más bigotudos... Nos acompañan en el andén durante breves minutos, antes de subirse a un autobús rumbo a sus destinos. Y nosotros nos quedamos ahí sentados, viendo desfilar el mundo y pasar la vida.

Se nos está agotando la paciencia, pero no el buen humor. Comenta Juni: "si nos estuviesen controlando con una cámara oculta, ahora mismo seguro que habría un corrillo de indios pegados a un monitor y haciendo apuestas sobre cuánto tiempo más se van a quedar esperando los dos guiris". La respuesta ganadora: ¡una hora!

Cuando ya habíamos perdido toda esperanza de ver aparecer al mítico 65C, vemos llegar al... ¡6D! Vale, no coinciden ni el número ni la letra, pero tiene un letrero electrónico que nos ilumina con todas sus letras: "Kengeri Satellite Bus Station". ¡Aleluya! 

Al más puro estilo local, salimos disparados del asiento, nos lanzamos a la carretera sin mirar, jugándonos nuestra vida y la de un par de transeúntes, arrasamos con cualquier obstáculo que se nos ponga por delante,  saltamos triunfalmente al interior del autobús y corremos desaforados para pillar los últimos asientos libres. ¡Lo hemos logrado!

Viene el revisor a cobrarnos los billetes, pero nos dice que no, que no nos los vende, porque el autobús no va a la estación satélite de Kengeri. Le miramos con incredulidad, desconcierto y hasta cierto recelo, pero una pasajera mete baza y corrobora la noticia. Así que nos apeamos en marcha y volvemos, descorazonados, a la casilla de salida. A estas alturas, deben de estar riéndose de nosotros hasta los palomos.

Nos sentamos otro rato. Al Juni ya se le han pasado las ganas de ir a Mysore y me suelta que qué tal si nos vamos a casa a tomarnos unas claras o al centro a comprar sábanas. Esto último me llega al alma: hemos llegado al límite y hay que pasar a la acción ¡rápido! Le exorto a que no se mueva y me espere mientras voy a la taquilla a por otro número, porque ya está visto que el 65C nunca toca.

Después de unos diez minutos, vuelvo a nuestra dársena con nuevas recomendaciones: el autobús 410, con destino a Deepamjalinagar (o algo parecido). Juni me mira callado, con un aire de escepticismo resignado (sospecho que lo de las claras iba en serio), pero le recuerdo que ahora tenemos dos boletos y que, por lo tanto, han doblado nuestras posibilidades de salir victoriosos de la estación. En realidad, no me lo creo ni yo, pero a estas alturas me va la vida en llegar a Mysore.

Aparece un 410A, seguido de un 410C, pero ninguno va al satélite ni al Deepamjala ese. Ya estamos a punto de echarnos a llorar cuando, de pronto, ¿qué se nos aparece como espejismo en un desierto? ¿El 65C? ¡Nooooo! Otro 6D con su letrerito luminoso, de engañosas palabras rojas: "Kengeri Satellite Bus Station". Esta vez, resignados a la humillación, nos acercamos al conductor como dos pardillos, para hacer la pregunta absurda. Como solidarios que somos, la hacemos por turnos. Me lanzo yo primero: "oiga, perdone, ¿este autobús va a la estación satélite de Kengeri?". Pues no, el tipo me dice que no. Pregunta el Juni la mismísima pregunta al mismísimo maromo y esta vez resulta que sí, que sí que va. Durante los cinco segundos subsiguientes de perplejidad y aturdimiento, vemos como arranca nuestro (supuesto) autobús y se aleja irremediablemente de nuestra patética existencia.

Y esta fue la gota que hizo derramarse el vaso de mi impaciencia: "¡Ya no puedo más! Salgamos de aquí y pillemos un rickshaw...". El Juni, de puño prieto como siempre, hace unas averiguaciones con su "listófono" (neologismo personal para designar al smartphone ese que se ha puesto tan de moda) y me informa de que son unos 12 kilómetros... "Pues eso, no se diga más: ¡seis pa ti y seis pa mí!"

A la salida de la estación, nos esperaba una hilera de rickshaws con sus conductores frotándose las manos. Por fin estábamos en marcha y en cosa de diez minutos llegábamos a la famosa estación por tan solo 75 rupias. ¿Cómo que 75 rupias? O sea, que por ahorrarnos una mierda de 60 céntimos de euro por cabeza, hemos echado a perder toda la mañana. Definitivamente, somos unos genios. Es lo que tiene ser un viajero curtido por la experiencia...

Afortunadamente, el viaje terminó bien. Tres horas después de salir de la estación satélite (aproximadamente cinco horas después de salir de casa), llegamos sanos y salvos a Mysore. El palacio bien se merecía el palizón del viaje (más el de vuelta, que duró cuatro horas), superando ampliamente nuestras expectativas. 

¡Por fin en Mysore!

Lástima no tener buenas fotos para mostraros su esplendor, en parte porque llegamos a las 15:30 cuando el palacio nos quedaba a contraluz y en parte porque está estrictamente prohibido sacar fotos en su interior (que es lo más interesante de la visita). Así que tendréis que conformaros con mi parca y mediocre descripción (pero solo de momento, porque de aquí a un par de días, si Dios lo quiere y Juni se lo curra, os enlazaré su entrada, que seguro será mucho más detallada e informativa que la presente, por la de días que lleva documentándose y escribiendo borradores).


La entrada con audioguía (200 rupias para extranjeros, 20 para indios y residentes) te permite pasear por los amplios corredores y salones de la planta baja y primer piso: el resto del palacio (su mayor parte) queda vedado al público, pues aún sirve de residencia privada a los descendientes de los Marajás.

Uno de los doce templos del recinto

El pabellón nupcial, con sus columnas turquesas, sus preciosos azulejos florales y su techo de vidrieras, es uno de mis favoritos, aunque tampoco se le queda atrás el salón principal o "Public Durbar Hall", con sus grandiosos frescos, columnas, espejos, vidrieras, mármoles, marfiles y puertas cinceladas. 


En resumen, si alguna vez os encontráis en Karnataka, la visita a Mysore es absolutamente obligatoria. Me dicen que conviene hacer noche allí para contemplar el palacio iluminado a partir de las siete. En domingos y festivos, a esa misma hora, hay además un espectáculo de luz y sonido (habrá que volver a Mysore).

domingo, 25 de marzo de 2012

Él y ella en Bangalore

A veces, es necesario que uno recorra más de ocho mil kilómetros para que una visite aquello que le queda relativamente al lado de casa. De no ser por la visita de José (mi "Juni" y compañero de aventuras en "elyellaonthetrail"), es altamente improbable (por no decir del todo imposible) que me vieran el pelo en el templo Shiv Mandir de Bangalore. Por lo menos, no este lunes. Ni el que viene.

Havan pooja en el templo Shiv Mandir

Antes de comentar mis impresiones sobre el templo, quiero hacer públicas mis más sentidas disculpas por adelantado. Es posible que lo que escriba a continuación hiera ciertas sensibilidades, aunque no exista mala intención por mi parte. Habiéndome criado en una sociedad de raíces judeo-cristiano-musulmanas, los iconos y rituales de la religión hindú son algo a lo que no alcanzo. Acostumbrada a los pináculos que se elevan sobre cúpulas y bóvedas celestiales, a las vidrieras de colores y a los tragaluces en los que baila el polvo, a la luz ténue y trémula de los cirios, que invitan al recogimiento y al silencio apenas perturbado por las letanías de un rosario, la atmósfera ferial de los templos hindúes no logra inspirar en mí ese sentimiento de solemnidad ante lo sacro.

En concreto, el templo de Shiv Mandir se puede describir, objetivamente y sin ánimo de ofender, como "grotesco" (entiéndase "relativo a grutas artificiales" a la par que "extravagante"). En palabras del Juni: "esto, más que templo, ¡parece un parque temático!". 

De camino al templo, Ana, Anaí y su madre, Isabel

Al templo, que se encuentra en el número 97 del Old Airport Road, llegamos en "rickshaw" desde el centro (MG Road) por 88 rupias. El "rick" nos dejó delante de un McDonald, a cuyo lado estaba señalizado el camino hacia el templo. Al final de una callejuela, nos encontramos en una zona de aparcamiento con entrada a una especie de "mercadillo-preámbulo": un largo pasillo flanqueado de puestitos con multitud de parafernalia religiosa y baratijas mundanas, que desembocaba en la taquilla del templo. 

Venta de souvenirs del templo

Y es que para entrar al templo, ya seas turista o feligrés, tienes que soltar pasta: 170 rupias (entrada normal), 100 rupias (entrada especial), 25 rupias por la cámara y 2 rupias para que te custodien los zapatos. Un buen negocio. Pero lo verdaderamente chocante no es el tener que pagar por entrar en un lugar de culto, sino el que nos cobraran directamente las 100 rupias sin tan siquiera darnos opción a la entrada más cara. Me pregunté si es que nos vieron muy pobres o si se trataba de una innovadora estrategia de márketing para crear buen rollito con el cliente. Luego me enteré de que los lunes hay descuento.

La entrada que promete el cumplimiento de tus sueños, ¡por 100 rupias!

La entrada te da acceso a un circuito con diez "atracciones".

Primera parada: las moneditas y los cuencos.
Te entregan un cuenco con candidad de moneditas simbólicas, para que se las ofrezcas al dios Shiva: debes depositar una monedita en cada uno de los cuencos que se suceden a lo largo de un recorrido zigzagueante, pronunciando ante cada cuenco uno de los nombres del dios Shiva, a cuyo lado nuestras letanías marianas se quedan cortas. Para que no te saltes ni uno, te dan una chuletilla y allá que te vas, fingiendo devociones, para los cuencos: "Om Sivaya Namah", "Om Mahe-Shwaraya Namah", "Om Shambhave Namah"... Y así, hasta ciento ocho.

Om Namah Shivaya!

Segunda parada: los problemas y Lord Ganesha.
Te dan una cartulina alargada con una especie de pulserita de hilo naranja y te dicen que la ates donde puedas (en la barandilla de las escaleras o en las ramas de un árbol), a los pies de Lord Ganesha (hijo de Lord Shiva y de su bellísima esposa, Parvati). Mientras procedes a atar tu cuerda, debes concentrarte en algún problema acuciante que tengas en ese momento, para luego olvidarte de él por completo. Lo suyo es dejar atrás tus preocupaciones, al buen recaudo del dios elefante, y tirar "palante".

¡Adiós problemas!

Tercera parada: la gruta de los lingas.
Penetras una especie de gruta artificial, hecha de cartón piedra, completamente a oscuras. Aquí fue donde perdí mi compostura, al no poder reprimir este comentario irreverente: "Hey, ¡estamos en el templo maldito de Indiana Jones!". Un puente colgante da paso a una serie de estrechos túneles, en los que se abren hornacinas con lingas (representaciones fálicas del dios Shiva) en su interior. Los había de todos los tamaños y materiales, incluso uno de hielo, muy curioso. Es obligatorio pasar mano sobre los linga: eso sí, sin ponerle demasiado sentimiento al acto de toquetear (no vayamos a liarla, que a los que hemos leído el antiguo testamento, aún se nos pone la carne de gallina al recordar la que se montó por una vaca amarilla).

Linga helado

Cuarta parada: la leche o "pooja Abhishek".
Al salir de la gruta, nos encontramos con un linga negro de piedra, que parece cobrar vida al rociarlo con una jarrita de leche. Se trata de un ritual de purificación, que no de fertilidad, como había mal pensado yo.

Un linga con leche, por favor

Quinta parada: el pasadizo de las campanas.
Al siguiente túnel solo le falta el tren para completar su pinta de "casa fantasma" . Nos volvemos a encontrar con una serie de lingas, pero esta vez no podemos meterles mano, pues están protegidos por unas urnas de cristal. Arriba de cada vitrina hay una campana, por lo que deduzco que esta vez lo que toca es dar campanadas. Al final del recorrido, me llevo un susto de muerte cuando parece que se me echa encima una especie de maniquí con tridente. Me comenta Anaí que en una anterior visita este circuito daba aún más impresión, al moverse los muñecos mecánicos. Lo dicho: de feria.

Campana sobre campana

Sexta parada: la velita purgatoria, la moneda mágica y la piedra milagrosa.
Te dan una velita para la purgación de tus pecados, que te quema un poco los dedos por estar dentro de un vasito de plástico, y una moneda falsa (por 100 rupias, no se puede pedir oro). Con ellas te acercas a un estanque, delante del cuál se halla una losa plana de granito bien pulido, con un cartel que reza "piedra milagrosa". Intuyo que he de subirme a la piedra, formular un deseo y echar al agua mi moneda. Acto seguido, deposito mi vela sobre el agua, que en lugar de hundirse, se aleja flotando hasta formar piña con las llamitas de otros pecadores.

Moneda mágica

Séptima parada: el pie de Shiva.
Unas escaleras te permiten alcanzar el pie de un Shiva monumental (de veinte metros de altura, aproximadamente). Procede tocar el pie de Shiva en señal de sumisión y respeto, paso que yo decido saltarme por razones ya aludidas (me remito al Éxodo y a su becerro dorado) . 

El Shiva monumental

Octava parada: la purificación del fuego o "pooja Havan".
¿Cómo se les ocurre poner entre mis manos un pedazo de leña para que lo eche al fuego purificador? ¡Eso es pura provocación!  Que a una valenciana, en el mismísimo día de San José (y es que estábamos a lunes 19 de marzo, noche de "cremá"), la pongan delante de una estatua monumental de cartón piedra, con toda su pinta de "ninot" fallero, y encima le digan que le eche leña al fuego: ¡eso es invitar al desastre! Claro que bien pensado, siendo Shiva el dios de la destrucción, mis inclinaciones pirómanas igual no eran del todo improcedentes, ¿no? Aún así, supe reprimirme...

Echando leña al fuego

Novena parada: sentarse un rato en postura meditativa.
Y para reponerme de la frustración, me senté un rato junto a los devotos de Shiva. Desde la comodidad de mi asiento, me puse a sacar fotos de su melena, de la que brota el sagrado río Ganges (venerado como diosa "Ganga"). 

Lord Shiva y la diosa Ganga

En eso estaba, cuando vino un guardia a pedirnos que nos levantásemos, para proceder al penúltimo rito de la jornada: un canto colectivo, con movimientos rotatorios de lamparitas de aceite.

Oración

Décima y última parada: el universo o "pooja Navagraha".
Nos metemos en una construcción semiesférica de cartón piedra, representación de nuestro planeta y del cosmos, a cuya entrada nos entregan una lamparita de aceite encendida. En este ritual, se ha de circunvalar nueve veces (aunque a nosotros, por neófitos, nos dicen que con tres vueltas ya nos sobra), en el sentido de las agujas del reloj, un pilar sobre el que se asientan los dioses de los nueve planetas (Grahas). Efectivamente, ahí se notó mi poca fe, puesto que a mitad de mi segunda vuelta, ya se me había apagado la llamita.


 
Mujer de poca fe...

Y aunque sigo sin creer, he de reconocer que en ese especial día de San Shiva, sí se produjo un milagro en mi vida: ¿qué gran sorpresa me esperaba al regresar a casa? Mis maravillosos muebles "made in China", perfectamente montados y en su sitio: ¡48 horas después! Todo, absolutamente todo, es posible en la India.

P.D.: Nota de agradecimento a Junior por el material gráfico de esta entrada.

sábado, 17 de marzo de 2012

Sorpresas, sorpresas...

Esta ha sido una semana de grandes sorpresas, algunas buenas y otras no tanto.

La primera y más destacada, se nos vino encim... digo, nos vino como caida del cielo anteayer: con su barba de viajero aguerrido, sus pantalones desmontables, su mochila de veinte kilos, nos llegó de Calcuta el hombre cuyo nombre ya nadie menta. Ni siquiera él mismo. Conocido como "avistu" en los foros de "viajablog", como "Jota" en tertulias asturianas, como "Junior" en tierras irlandesas y como "Juni" en este blog: sí señores, hablo del infame él. Ha llegado a mi casa la parte masculina de "elyellaonthetrail". 

Como siempre, sin avisar. Miento, con dos horas de preaviso: desde el aeropuerto (de Bangalore), me previene de su inminente llegada a mi casa. Y me pilla, como quien dice, "en bragas": tirada en el "sofá-suelo" (esto lo explico en un momento), mirando la serie en el portátil, intentando sobrevivir al bochorno que azota a Bangalore desde hace un par de semanas. Aaaay, cómo me gusta que me saquen de mi sopor para planchar, fregar suelos e improvisar cenas... Pero todo sacrificio es poco para recibir a semejante huesped como se merece.

Acogida calurosa

La segunda sorpresa está ahora mismo metida en siete cajas apiladas en una esquina del comedor. Por fin nos llegaron los muebles que compramos hace dos semanas. Por supuesto, la experiencia no podía estar exenta de sobresaltos. Os cuento la aventura desde el principio.

Después de dos años sentándonos en el "sofá-suelo", durmiendo en la "cama-suelo" y comiendo en la "mesa-suelo", por fin me había decidido a romper la hucha y gastarme las rupias de mi modesto estipendio en amueblar la casa. Hace un par de semanas, logré arrancar a Amjad de nuestra "casa-suelo" para salir de compras. 

Extremadamente optimista él sobre mi capacidad de tomar decisiones rápidas en un centro comercial de cinco plantas, mi sufrido novio sugirió que el conductor de rickshaw esperase por nosotros a la puerta del almacén. Arqueo de cejas inquisitorio. Voz inocente y tentativa: "Pero... ¿es que vamos a tardar más de... una hora?". Tú dirás: tres horas más tarde, salíamos del establecimiento con una factura de 47,000 rupias y un par de calabacines (que no se encuentran facilmente en las verdulerías de mi vecindario).

Por supuesto, la factura no era de los calabacines. Por unos 780 euros, compramos un sofá-cama, una estantería y una mesa con sus seis sillas. Desde un punto de vista consumista, aquella fue una tarde de gran éxito. Ya solo nos quedaba esperar con ilusión a la entrega de nuestro mobiliario, que tardaría un par de semanas y ha llegado precisamente hoy, hará cosa de media hora.

En la tienda, preguntamos si el precio de los muebles incluía los gastos de transporte, entrega y montaje. A todo nos dijeron que sí, que sí. Advertimos de que nuestra casa está en un tercer piso de escaleras angostas, sin ascensor, pero este detalle no pareció importarle mucho al vendedor, que insistió en que no habría ningún problema. 

Primer problema: los muebles que debían de llegar ayer, han hecho su aparición esta tarde. Lo normal. Esto no iba a ser noticia en este blog, de no haber sido porque...


Segundo problema: los transportistas nos llaman desde el camión para informarnos de que ya están aquí los muebles y de que... ya podemos bajar a buscarlos. Y te lo dicen tan tranquilos y tan en serio. 

Escucho a Amjad hablar por teléfono y va subiendo la voz y acalorándose el tono, por lo que sé que algo no va bien. Después me traduce la conversación. Básicamente, aquellos no quieren subir las escaleras cargados con cajas monumentales. Este les dice que lo de la entrega a domicilio, con escaleras y sin ascensor, ya se había pactado en la tienda. Aquellos dicen que de eso nada. Este, que sí y que ahora mismo llama al vendedor para poner queja. Aquellos empiezan a negociar, declarando que por subir los muebles tendremos que aflojar el bolsillo (cosa que hubiésemos hecho de buen grado y espontáneamente de habernos ahorrado la negociación). Este les dice que si no piensan subir los muebles hasta el tercer piso, que los devuelvan al almacén. 

Al final, el tema se zanja con tres transportistas subiendo los tres pisos de muy mala hostia y descargando mercancías de gran fragilidad como si de sacos de patatas se tratase. Como siempre, un placer hacer negocios en este país.


Tercer problema: el montaje no se realiza al tiempo que la entrega. Lo lógico sería que los mismos transportistas estuviesen capacitados para montar los muebles, pero aquí las cosas no pueden ser así de sencillas y convenientes. Lo gracioso será que venga el montador y se dé cuenta de que le falta una pieza importante o de que algo ha llegado en mal estado. Si se diera el caso, supongo que cabría llamar de nuevo a la tienda para que nos volviesen a mandar a los transportistas y repetir todo el proceso de negociaciones, que si bajas tú, que si no subo yo, en fin, lo de siempre. 

En resumidas cuentas, que ahora mismo tengo al Juni echando la siesta en el "sofá-cama-suelo", el piso lleno de cajas, y expectativas muy poco claras acerca de cuándo podremos empezar a sentarnos cómoda y civilizadamente. La factura (en la que no me había fijado hasta ahora) puntualiza que el montaje se realizará "after 48 hours" - o sea, dice que se hará "después de 48 horas", que no es lo mismo que decir "48 horas después". El matiz es pequeño pero importante, porque... técnicamente, dentro de una semana también es después de 48 horas. Como lo es dentro de un mes o dentro de un año...

Igual no se nota, pero las cajas están todas boca abajo...

Dios mío: con lo a gusto que estaba yo tirada en mi "sofá-suelo", ¿por qué me habré complicado la vida de esta manera? Ya me veo sentada en un "sofá-caja" durante el próximo par de años...

sábado, 3 de marzo de 2012

Flash informativo

Delante de mi casa están construyendo un edificio: el experto de turno ha debido de meter mano  donde no tocaba porque de pronto he oído una gran detonación y acto seguido se me ha ido la luz. Me preocupa lo que pueda pasar cuando llegue otro experto para reparar los estropicios del primero... 

Esto era solo un flash: mejor corto antes de que se me agote la batería.

viernes, 2 de marzo de 2012

La última gota

Esta semana el colegio está de exámenes y nuestras impresoras, que en cualquier tiempo normal ya carburan más que las de una tienda reprográfica, han estado echando humo. Por supuesto, para cuando yo fui a recoger mis fotocopias, me llevé la "sorpresa" de que no estaban listas porque... ¡se había agotado el cartucho de la tinta! Es curioso que una institución que depende tanto de la reproducción de material fotocopiable, espere a que se acabe hasta la última gota de tinta para reponer cartuchos. Ante esta pequeña crisis la solución ha sido esperar a que los distribuidores de cartuchos pasen a reponer tinta más tarde. Y quien dice más tarde, dice mañana. O pasado.

Es curioso, sí. Pero no sorprendente. El que las mercancías por su consumo se agoten, en este país es un fenómeno imponderable. Por lo visto, ese gran invento que es el inventario todavía no ha llegado a estas latitudes. Conste que lo de la tinta es solo un pequeño detalle sin importancia, pero refleja bastante bien cómo funcionan las cosas aquí.

Otro ejemplo más, para que veáis que la falta de previsión no es algo propio de mi colegio, sino tónica general en la India. El otro día, fui a cenar con mis amigas a Nandos, un restaurante pseudo portugués. Elegimos este restaurante por dos razones: una, porque a esta servidora le apetecía probar los pastelitos de nata (o su sucedáneo) y dos, porque a mis Anas, lo único que les pide el cuerpo después de una dura jornada de trabajo es una buena cerveza. Y es que Nandos es uno de los pocos restaurantes de la zona con licencia para servir alcohol (este tema da para otro post, pero lo dejo para otro día, porque ahora mismo no viene a cuento).

Así que para allá vamos, a pedir pollo piri-piri y un par de cervezas. Cuál fue nuestra "sorpresa" cuando el camarero nos anunció que... se les había acabado la cerveza y que tardarían unos cuatro o cinco días en reponer mercancía. Lo dicho, un fenómeno imponderable.

Esto me lleva a un tema que me viene hirviendo la sangre desde hace algún tiempo y que hoy me he decidido a ventilar: la incompetencia.

Decía el poeta León Felipe que "para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve... cualquiera, menos un sepulturero" (versos de "Romero solo"). ¡Qué gran verdad! En este país, está claro que si quieres que algo salga bien, lo último es contar con los servicios de un profesional.

Esto me recuerda un comentario que me hizo Seema en el coche, un lunes por la mañana de camino al trabajo. Estaba molida porque se había pasado el fin de semana limpiando a fondo ventanas y mosquiteras. Esto me sorprendió, porque cualquier familia india de clase media siempre cuenta con una legión de personas para ocuparse de las tareas domésticas. La misma Seema me había explicado que en su casa venía una señora para hacer la comida, otra señora para limpiar el suelo, otra señora para limpiar el polvo y un señor para planchar camisas y pantalones. Así que le pregunté cómo no había llamado al especialista de limpiar ventanas y su respuesta, aunque prosaica, vino a decirme lo mismo que el poeta: "uy no, quita, quita, en este país, si quieres que algo te quede bien lo tienes que hacer tú mismo".

Una imagen vale más que mil palabras, así que para corroborar este argumento os invito a un pequeño tour de mi casa .


Esta foto no está torcida: lo torcido es el enchufe. ¿Para qué usar una escuadra cuando las cosas se pueden hacer a ojo?


En el gremio de la fontanería tampoco se usa la geometría. Observad esta foto: ¿no os resulta curioso que el grifo no se encuentre a mitad de la pila? No sé de qué me quejo: es mucho más divertido fregar los platos cuando puedes salpicar toda la pared y el suelo. Lástima que para pintar la cocina, los constructores no hayan optado por una pintura plástica, cien por cien lavable e impermeable...

Hablando de pintura, la de la habitación empezó a mellarse a los dos días de estrenar el piso. Hoy haríamos la vista gorda, pero en su día decidimos que era mejor informar al dueño. Así que este nos envió al pintor y el resultado fue peor que la grieta.


¿Necesitáis más ejemplos?

Durante nuestras vacaciones en Kerala, mi madre y yo nos apuntamos a la cena de nochebuena de nuestro hotel. El programa incluía un cóctel de bienvenida, bufé abierto, concierto clásico y espectáculo de baile bollywood.

Pues bien:

- El cóctel: al llegar a nuestra mesa, ya nos esperaba allí algo parecido a sangría, servido en un vasito de papel que de haber sido de acero podría haber servido de dedal. En seguida se nos acercó un camarero con la lista de cócteles y pedimos unos mojitos, pensando que lo de la sangría era un mero preámbulo a la bienvenida verdadera. JA. Después de mal comidas y bien bebidas, el mismo camarero vino a informarnos de que los mojitos no estaban incluidos en el precio de la entrada.

- El bufé: de todas las exquisiteces que se nos proponía, la más apetitosa, sin lugar a dudas, era el plato de patatas fritas. El hotel debió de prever la popularidad de este manjar, porque la bandeja no venía acompañada de pinzas con las que una pudiera servirse. De nuevo apareció un camarero, poco menos que "fraqueado" para la ocasión, que me sirvió con la ayuda de una cuchara. No me refiero a un cucharón o espátula, sino a una cuchara sopera ordinaria. Ni siquiera dos cucharas, para operarlas como pinzas. Así que las patatas fritas iban cayendo de dos en dos en mi plato y a la tercera servida, se produjo un embarazoso silencio con el que el camarero me indicaba que ya tenía mi ración de patatas y que fuese circulando hacia la pota de arroz hervido.

- El concierto: duró unas cuatro horas mortíferas, que se vieron amenizadas por la incursión de los bailarines, que vinieron a preparar su escenario mientras los otros tocaban. Tenían un numerito muy bonito que precisaba de una cuerda colgante a mitad del escenario, para cuyo amarre tuvieron que trepar a unos cocoteros. Lo suyo hubiera sido montar todo el tinglado antes del espectáculo, pero aquí se espera siempre hasta el último minuto para hacer las cosas. Eso sí, por una vez, creo que todo el público asistente agradeció la intromisión porque, seamos sinceros, lo de la música tradicional india va bien un rato, pero después de un par de horas con la gaita, como que te entran pensamientos homicidas.

- El baile: fue lo mejor. Sobre todo la parte en que los cinco bailarines se reunían en corrillo para decidir qué iban a bailar a continuación y, entre dos numeritos, corrían a esconderse detrás del escenario para intercambiarse los pantalones, creando así la ilusión de un cambio de vestuario (seguro que fui yo la única en percatarse). Por cierto, los músicos (antes de volver a la carga) se desquitaron de los bailarines dejando todos sus instrumentos sobre el escenario: arrimados al borde de la tarima, lo justo para molestar sin impedir el espectáculo.

Podría seguir, pero creo que ya me he desahogado lo suficiente. Pero no todo es negativo. Con el pasar de los años, he logrado convencerme de que incluso la falta de profesionalismo entraña algunas virtudes. No todo tiene que ser perfecto. Los indios no se suelen alterar tanto como nosotros y son mucho más flexibles. Por más caótico que sea el proceso, al final las cosas salen. Bueno, salen como salen, pero salen.

También me gusta (hasta cierto punto) la calma con que se toman todo. Por ejemplo, si vas a correos a la hora de comer, te encuentras con que todos los empleados están almorzando en una gran mesa al fondo de la oficina. Te toca esperar a que acaben, porque no se les ha ocurrido implementar un sistema de turnos. O tal vez sí se les haya ocurrido, pero puede que se valore más la felicidad de los funcionarios que su eficiencia (claro que esta filosofía solo debe de valer para los establecimientos públicos, porque según lo que me cuentan mis Anas, lo que es en las pymes, la felicidad del empleado al empresario se la sopla).

Por lo general, aquí nadie se sulfura por nada (la excepción es al volante). Los plazos no suelen cumplirse y nadie se inmuta: si no haces algo como tocaba, metes una excusa y todos tan frescos. Termino con una anécdota divertida, que me contó Mughda, la profe de alemán. Un ingeniero indio se fue a trabajar a Japón (esto empieza como un chiste, pero la historia es verídica: el ingeniero es amigo de Mughda) para una breve misión. Lamentablemente, el ingeniero indio se quedó dormido y no pudo llegar a tiempo a una reunión importante. Así que se disculpó y les metió a los japoneses un cuento chino: que había intentado llamarles para avisarles de un contratiempo, pero que no les entró la llamada. A los japoneses se les cayó la cara de vergüenza e inmediatamente mandaron revisar de arriba abajo todo el sistema de telefonía de su compañía. Sobra decir que nunca encontraron el problema...